Ángel salvador

Desde días atrás ahorraba el dinero de las propinas con la intención de tener suficiente para gastarlo en los tiovivos, dando vueltas en los caballitos de cartón, o en un coche de bomberos haciendo sonar sus campanillas corriendo veloz, para acudir al incendio que se representaba en su imaginación infantil.
Había llegado el día tan esperado. Tomaron el primer tren que les llevaría a la ciudad a una hora temprana.

En la estación abundaban familias a esa hora inusual, que de no ser por la fiesta mayor de la ciudad no se encontrarían en aquel trance de  prisas mañaneras, de carreras de unos niños y otros inquietos por el anhelado viaje a la ciudad, o de pequeños equipajes, y presentes del campo o de corral para los parientes de la ciudad.

Algún grito malhumorado de una madre y serias advertencias de algún padre, se mezclaban a esa hora en la amplia sala de espera con el humo de los primeros cigarrillos y un fuerte olor a madera creosotada de las traviesas, además del de los altos y negros bancos de la sala, junto con una esencia de viajeros que impregnaba las paredes y se mezclaba en extraña mixtura con el del desinfectante.
En el exterior el jefe de estación tras hacer sonar la campanilla de aviso de llegada del próximo tren, provocó una repentina marea humana dirigiéndose apresurada hacia el andén.
Se fueron distribuyendo en grupos más o menos compactos los viajeros en ciernes, agarrando las madres a sus retoños fuertemente de las manos mientras que el convoy hacía su entrada en la estación en medio de una liberación de vapor de la caldera a la vez que frenaba la locomotora resbalando brevemente las pesadas ruedas contra las bruñidas llantas de los raíles.
Siguió otra vez un nerviosismo de prisas entre las familias por subir al tren, entregando unos a otros a través de las empinadas escalas, a niños y equipajes, buscando en el interior de los vagones el necesario acomodo, intentando permanecer todos los recién subidos juntos y sin fisuras entre los grupos familiares y los conocidos.
Con su bandera roja enrollada y el llamativo ros encasquetado en la cabeza, el jefe de la estación dio la salida al tren desde el andén con un largo pitido de su silbato.
Arrancó la máquina con un entrechocar de hierros cadenas y paratopes de los vagones, provocando en los viajeros que todavía no habían encontrado asiento, desequilibrios mezclados con solicitud de disculpas hacia los que impertérritos permanecían sentados.
Se volvía a repetir en cada estación el ritual de las anteriores y la impaciencia se desbordaba por los ojos de los viajeros más jóvenes deseosos de llegar a la capital.
Cuando llegaron a la Estación del Norte, el acre olor del humo rebotaba en la alta cubierta paseando después entre los recién llegados. Otra vez de nuevo las prisas ante la salida a la ciudad. Durante la travesía del vestíbulo se daban los abrazos, los saludos y las bienvenidas de aquellos que con caras risueñas recibían a sus huéspedes. En medio de todo aquel tráfago de gentes maletas y cestas con pollos o con verduras y hortalizas de las huertas, se desplazaban a voz en grito las ofertas de hoteles y pensiones anunciadas por sus botones. Mozos de cuerda ofrecían el alquiler de sus carretillas para transportar las pertenencias pesadas.
Tras la algarabía le saludó al fin la gran ciudad en el exterior, con una bocanada de aire fresco en la cara. Sobre el adoquinado gris de las calles se había depositado una fina película de rocío mañanero que las hacía resbaladizas. Se empezaba a advertir la fiesta cuando en las farolas del alumbrado comenzaban a ondear levemente las banderas y gallardetes. En las torres de la catedral, al otro lado del caudaloso río que atravesaba la ciudad, sonaron graves unas y alegres otras, las campanas anunciando la fiesta grande. Las gentes que deambulaban por las calles llevaban puestos sus trajes de fiesta y con mayor o menor prisa se dirigían unos y otros a sus devociones o a sus obligaciones, sin prestar ninguna atención a aquellos que recién llegados a la capital miraban todo lo que a su alrededor se levantaba: los altos edificios, los coloridos carteles y las pancartas de los teatros y los circos que anunciaban sus actuaciones por unos breves días, precisamente para aquellos que coincidían con la fiesta y la molicie.
Veía con ojos nuevos los edificios de tantas ventanas, se admiraba de los tranvías con sus coloridos reclamos de publicidad. Descubrió aquél día que tenían ruedas y las brillantes vías en forma de canal, ¡los primeros semáforos que sustituían a guardias!
Boquiabierto se dejo arrastrar sin apenas darse cuenta más que de algún empujón que otro y al volverse encontró que estaba solo, perdido en medio de un océano de caras desconocidas, de cuerpos apresurados, de edificios altísimos y de otros niños que pasaban cogidos de la mano de sus padres.
Se decidió a correr en dirección a sus padres, alejándose precisamente en dirección opuesta cada vez más, hasta que volvió a encontrarse desvalido en medio de una calzada ancha adoquinada con ese gris resbaladizo de la mañana. Un silbato insistía con tozudez en sus pitidos, los escasos coches parecían amenazarle con tragárselo mientras que le sorteaban a derecha e izquierda con sus bocinas.
Un salvador llegaba hasta él en medio de la lluvia que había comenzado a caer y de la que no se había dado cuenta a causa de su acaloramiento y sofoco.
Deteniendo el tráfico a derecha e izquierda con el poder de su silbato, llegaba hasta él un policía vestido con un recio abrigo de paño de color azul oscuro, ceñido con un cinturón de piel blanca colgado de unos correajes blancos también que pasando bajo las hombreras del abrigo se cruzaban en la espalda para volver a sujetare en el cinturón del que colgaba una pistola enfundada de la que se llegaban a ver sus cachas nacaradas contrastando con el frío gris del acero del cargador.
Se agachó malhumorado hacia él, casi le daba con el salacot blanco en su frente, algunas gotas de la lluvia salpicaban sobre su superficie acharolada cayendo directamente en la nariz del perdido infeliz.
Al principio no oía nada, sólo los coches, el ruido de la ciudad, la lluvia que se le colaba por el talón de uno de sus zapatos, también por el tierno cuello y el pelo recién cortado.
—¿Cómo te llamas, donde vives… Cómo te llamas…? —repetía presuroso el guardia de tráfico—
Como no obtenía otra contestación, que no fuera la de unos lagrimones gruesos resbalando por las mejillas del apurado extraviado, lo llevó consigo al plinto circular desde el que dirigía el tráfico, ordenando a unos y a otros, conductores y peatones el paso o su detención, con una autoridad que llamaba la atención.
Al arreciar la lluvia un tanto, el propio guardia le echó por encima su impermeable blanco de tráfico, con lo que además de protegerle le dio ánimos inyectando en él la suficiente energía para decirle al guardia su nombre y a qué había venido a la ciudad con sus padres.
No habría pasado ni media hora cuando los desconsolados progenitores hallaron al niño contentísimo junto al guardia dirigiendo el tráfico de la misma manera que su ángel salvador, quien echó una suave reprimenda a aquellos padres despistados.

2 comentarios en “Ángel salvador”

  1. Supongo que es una historia autobiográfica y, aunque yo no he llegado a conocer los trenes a vapor´bien es cierto que han acudido a mi memoria algunos recuerdos de mi niñez , recuerdos de otros tiempos muy distintos a los de ahora. De la misma forma acuden a mi mente aquellos versos que decían ” Recuerde el alma dormida, avive el seso y despierte…..”. La narración me ha arrastrado, me ha llevado con ella, me ha transportado más alla de la pantalla de mi ordenador. Fantástico, como siempre.

    Un saludo V.

    1. Gracias Valeriano por tus palabras y tus textos de ánimo. Me alegra haber podido despertar en tí los recuerdos de tu niñez, ya es un premio para mí, y sobre todo que la narración te haya arrastrado a esos lugares en los que únicamente tu, puedes estar.
      La historia no es autobiográfica, pero si que es el recuerdo del temor a perderme en alguna ocasión, cuando era muy niño, entre el agobio de las gentes más altas que uno. El temor a perderme en un mar de gentes desconocidas que me impidieran ver la mano materna a la que seguir.
      Saludos cordiales.

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