Cuidado con el Perro

aquella mañana

Aquella mañana Flavio se afanó desde muy pronto en descolgar una cuerda, desde el badajo de una de las campanas, hasta el camino que baja hacia las huertas, y hacia las antiguas propiedades del monasterio ya derruido, mucho antes de la desamortización del s. XIX.
Como recuerdo o memoria de aquel edificio aún perduraban algunos sillares en pie y medio arco de lo que debió de ser la entrada principal, también algunos viejos castaños, que habían sido respetados tal vez, por el temor supersticioso de las gentes y por qué no por la dureza y resistencia de los propios árboles luchando casi por sí mismos, contra el afán o la necesidad de hacer leña de los aldeanos.
Al mismo tiempo tras haber descolgado la cuerda y previniendo una larga, muy larga sesión, había apoyado contra el muro de mampostería que separaba el camino de un huerto más bajo, una vieja silla de su casa en la que había de sentarse.
Con todas las previsiones hechas, comenzó su diálogo mudo con la campana y con la muerte, a la que se diría que pretendía aburrir con el machacón sonido del tañer campanero. Dos toques quejumbrosos con sonido de campana rajada, un minuto de silencio y otros dos toques, otro minuto de silencio y vuelta a empezar, así hasta la anochecida.
Durante las dos o tres primeras horas nadie se acercó ni pasó por su lado. Solamente el ruido del motor de algún coche por la cercana carretera, interrumpía de vez en cuando la paz alterada cada minuto o minuto y medio aproximadamente en que hacía sonar la campana. Unos segundos más tarde o unos segundos más temprano se oía el furioso ladrar del perro de la casa de María.
En la cancela de la propiedad se podía leer aquello de: «Cuidado con el perro», lo que servía para darle un aspecto de más fiero o de más loco; en todo caso no resultaba agradable pasar caminando al lado de la finca y su exigua valla que parecía que el guardián podría saltarla nada más que se lo propusiera, y aferrar con sus vistosos y amenazadores colmillos al descuidado viandante que pasase confiado. En más de una ocasión algún caminante viendo a la dueña del perro trajinar por la finca, le había llamado la atención solicitándole que sujetase al animal, a lo que la mujer solía contestar con una carcajada como de loca, con lo que el perro se alteraba aún mucho más, y entonces si que parecía dispuesto a cumplir con su labor de fierísimo vigilante y protector de la finca. Después de una sesión de ladridos y gruñidos profundos que parecían satisfacer a María, tranquilizaba al perro con un enérgico grito más amenazador que los propios ladridos, y volvía a cavar su huerta o a tender su ropa al sol casi siempre débil.
Algún vecino le había reconvenido sobre este aspecto con la confianza que da la proximidad, previniéndola de la posibilidad de que cualquier día pudiera ocurrir una desgracia, pero hacía caso omiso, acusando al que le venía a advertir y mandándole con mucha altanería a su casa, y a que se ocupase de sus asuntos, con lo que el animal, con ese instinto que tienen los irracionales, volvía a ladrar sabiéndose protegido por su dueña.
María era viuda desde hacía muchos años, y la casa más los corrales y los huertos que la rodeaban, le daban un cierto aire de entre vieja y bruja, no porque los corrales o la casa o lo demás pudieran adjetivarla, sino por el estado de abandono en algunas partes o por lo lúgubre de otras. Había empezado desde el momento de su viudez a alejarse cada vez más de sus vecinos, y su aislamiento se acentuaba mediante el perro que impedía cualquier acercamiento, por lo que pasaba muchos días sin hablar con nadie. Dicen que la oían cantar algunas veces. Cuando enfermaba ningún médico o enfermero se había visto por su casa. Al parecer como buena conocedora de las hierbas del campo, se curaba a sí misma con los remedios caseros que ya le había transmitido su madre; saber y ciencia que morirían con ella, ya que no se le conocía ninguna descendencia.
Maruja otra viuda que vivía en una casa más humilde unos cuantos metros arriba entre los prados y el bosque de castaños y robles, criadora de gallinas y dueña de una cabra que le segaba el pasto y la maleza con su voracidad, era la única persona admitida en la casa de María. De vez en cuando era a la única persona a quien el fiero perro, un pastor alemán, no ladraba ni enseñaba los colmillos. Por lo general cuando ésta pasaba por delante de la casa hacia el pequeño puerto del que distaba unos dos kilómetros, le gritaba cariñosamente un saludo ininteligible al que no siempre solía contestar; si acaso en los días muy soleados, en esos en los que el espíritu se expande y se hincha de felicidad, y si coincidía que María estuviese por el huerto, se acercaba poniendo los brazos en jarras con una mirada de satisfacción hasta la valla coronada de hiedra, y comenzaban un diálogo animado aunque corto la mayoría de las veces; en esos momentos el perro miraba atento a su dueña sin siquiera hacer ningún ademán de hostilidad, se podría decir que hasta meneaba el rabo. Terminado el corto palique, se despedían volviéndose de vez en cuando a mirar y a saludarse levantando la mano.

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