El laberinto

No era muy tarde pero lo intempestivo de la hora, era motivo más que suficiente para no estar allí en esos momentos. El viento se colaba por el hueco roto de la ventana del fondo, sólo protegida por una exigua y humilde reja a través de cuyos barrotes silbaba el viento a desgana de vez en cuando, poniendo un eco de tristeza en las paredes agrietadas y frías.

De las vigas del techo, madera antigua y cañizo, se descolgaban telarañas rociadas por el polvo, dando al conjunto del almacén un aspecto de ruina desolada. Multitud de herramientas y trastos viejos en aparente desorden, se acumulaban aquí y allá. Contra las paredes apesadumbradas se apoyaban piezas de madera, tubos, o elementos más largos que anchos, en confusa organización. Se mirara donde se mirara cundía un ambiente descorazonador que invitaba más a salir de allí, que a una decidida puesta de manos a la obra.

Los olores a trastos viejos, a grasa y a madera carcomida, se mezclaban con el de las correrías de los insectos nocturnos y con el del vagabundeo de los ratones.

Todo eran fisuras de los desajustes de las carpinterías por los que se colaba el viento y algún rayo de luz crepuscular que iluminaba con tenacidad las paredes de enfrente, creando en la imaginación del observador el resalte de figuras fantásticas, al amparo de los rollos de cuerda colgados indolentemente de los clavos de las paredes.

Se dejaba oír el repiqueteo mínimo de los papeles de periódicos y revistas, aleteando con la brisa invisible que se escurría al nivel de los tobillos y creando a la vez una sensación de malestar.

Miró hacia sus pies sin verlos, preocupado de qué amenaza pudiera arrastrarse intangible o incorpórea que pudiera subirle piernas arriba tras enganchársele sorpresivamente. No se veía ya casi y procuraba caminar sorteando los objetos con los que tropezaba al desplazarse por entre aquel auténtico laberinto de Minotauro. Ponía especial cuidado al avanzar, protegiéndose con una mano la cabeza ante los posibles golpes contra objetos sobresalientes de los apilamientos sin orden ni concierto. Retiraba con el antebrazo los hilos abandonados por las arañas mientras que buscaba tanteando con la otra mano por las paredes, el interruptor de la luz que le sirviera de ayuda y así salir de aquel dédalo enmarañado de objetos olvidados y de años.

Pasaban bajo el tacto de sus dedos, las superficies rugosas y ásperas de la pared, otras veces el roce y el delicado frío de los metales, o el polvoriento de los cordajes y ropas amontonadas.

Un golpe de bronce le hizo retroceder con un punto de sangre en la frente mientras que la incorpórea silueta de una lámpara le anunciaba su presencia con un suave quejido al balancearse levemente las cadenas de las que colgaba.

Gracias a la pista del destello apagado de la lámpara, se hizo la luz en su recuerdo situándole ahora a unos dos o tres metros, calculaba, del interruptor de la luz, bajo el estante de tablas de la pared de su izquierda. Avanzó tanteando con manos y pies hasta que tocó la suavidad del interruptor. Irguió la cabeza brevemente deslumbrado, con el tiempo justo de cruzar su mirada con unos ojos negros que le miraban a escasos cincuenta centímetros igualmente sorprendidos y asustados, tanto o más que él.

Saltó velozmente la rata y se perdió en un visto y no visto, por entre la confusión y el marasmo del almacén cuya organización dejaría definitivamente para más adelante. Cuando llegase el verano.

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