El viejo ballenero (extendido)

Soplaba un viento ligero del sureste que iba trayendo en sus alas, bancos de amenazadoras nubes grises, a la vez que rizaba levemente la superficie del mar, abrigada por los recovecos y profundas ensenadas que temporal tras temporal se habían ido formando en los acantilados. Sobre esta superficie color de plomo, fondeaban algunas que otras barcas más o menos lejanas, que mientras se balanceaban al compás de las olas, parecían bocas abiertas a la espera de la carga de los pescadores. Fugaces rayos de sol al rasgar las nubes, arrancaban reflejos de plata al brillar sobre el agua, y el siseo del viento que se mezclaba con el murmullo de las olas, al unirse con la arena de la minúscula playa, callaba como por arte de magia al chocar con las rocas que se amontonaban al final, al pie del acantilado que la protegía de las cercanas amenazas terrestres. Hacia el noroeste se zambullía en el océano la parte más occidental de la pequeña península que sostenía a la aldea y, a la vez, acogía al humilde puerto; los acantilados del norte, dura coraza de granito, soportaban el embate del mar abierto y profundo.

En la fría mañana un tanto atemperada por el cálido sureste, brillaban a través del hueco de la puerta abierta hacia el sur, las llamas del hogar de la garita de guardia, antigua construcción fundada sobre el promontorio de la que llamaban los vecinos, la Punta de los Prados que, en siglos pasados, se utilizó para vigilar y dar aviso de la llegada de piratas, o de ingleses. Pasados de sobra los tiempos en los que brilló la épica de anónimas historias, se había deteriorado con el paso del tiempo y reconvertido escasamente para un uso más simple y trivial, y de momento por el exterior una columna de humo gris se desdibujaba en la chimenea.

En el interior de la humilde garita, el vigía, de ojos grises y acuosos de tanto escudriñar el océano, sintió como una punzada en el muñón de lo que fue su brazo izquierdo y maldijo mediante una blasfemia sorda contra el antiguo y lacerante dolor. Renegó contra el fuego del hogar para vengarse, con un lamento largo y desesperado que le dejó en la boca un gusto raro a hambre y humedad. Mientras que se calmaba su dolor, planeaban en el aire fresco, y graznaban, algunas gaviotas mañaneras, buscando la difícil comida que quizás no habrían de hallar, ni entre la garita ni entre las rocas al pie del acantilado.

Miró por uno de los ventanucos hacia el norte, a su través, contempló cómo las gaviotas se lanzaban en picado hacia el fondo del acantilado que permanecía oculto para él. Con vocingleros graznidos se disputaban en las rompientes, con toda seguridad, alguna piltrafa o algún resto de pescado. El mar permanecía largo y lejano como una continua sucesión de ondas, sin novedad alguna. Se frotó los ojos cansado y volvió la vista hacia el fuego. Sobre la repisa de la chimenea permanecía fría y húmeda la última colilla del cigarrillo que había guardado para después.

Hacía años que, desde el accidente, por el que perdió el brazo, ya no servía para salir a la mar, ahora era el vigía de la garita en la temporada del paso de ballenas. Cuando no era la época, se ofrecía en el puerto para cualquier faena en la que no fuesen necesarios los dos brazos. En el invierno solían darle trabajo en la factoría de salazones, allí lo empleaban en los trabajos más duros en los que fuera necesaria la fuerza y siempre aceptaba cualquier oferta agradecido, aunque para sus adentros ocultase el desprecio y el odio que sentía por aquellos quienes parecían ofrecerle los trabajos, más por piedad, que por verdadera necesidad, salvo en el caso de la factoría, en donde se veía claramente que allí sí que apreciaban el concurso de su fuerza y su maña, de una manera real, lejana de todo tipo de piedad.

Lo de vigía en la garita era, más que un trabajo, una estancia constante y aburrida para la que había que tener infinitas dosis de paciencia y una vista aguda y acostumbrada a reconocer los signos del paso de los formidables animales. Además, sus antiguos compañeros que seguían saliendo a la caza, se lo debían. Participaba por derecho en una parte de las ganancias. Así se lo habían jurado cuando lo del accidente.

El año estaba siendo duro, los sueldos de hambre, las malas cosechas de tierra adentro, la epidemia de cólera, y el frío que se había dejado sentir extraordinariamente en este último invierno, no había traído otra cosa que no fuera una primavera de necesidad extrema. Inmerso en estos negros pensamientos oteaba las ocho millas del horizonte cercano, desde las afiladas rompientes medio sumergidas ante el cabo del oeste, al del este que se prolongaba en una punta de rocas sumergidas y traidoras que desaconsejaban la navegación a todos los pilotos avisados. Sonrió en silencio al recordar su atrevimiento y las apuestas ganadas cuando de más joven iba a aquel cabo del oeste. Era la tierra más avanzada al norte. El monte formaba un litoral escarpado y bravo, poca cosa para su locura, valor y fortaleza. Se internaba entre los islotes altos y cortantes en medio de un mar cabalgado por el viento constante y los pasaba las veces apostadas, a puro remo, con la barca. Nadie se atrevía a hacerlo, ni con la mar en calma, solo él, hasta que un día con mar de fondo, las olas comenzaron a ganar altura antes de los bajos y rompieron extendiéndose por el acantilado, anegándolo todo en espuma blanca, la barca se destrozó y él milagrosamente fue elevado por la ola hasta que sus dedos se agarraron a un nido de gaviotas.

El borbotear de un puchero de nabos en el hogar, le trajo al momento presente y le hizo sentir que por las ventanas aspilleradas se colaba la húmeda gelidez que subía desde el pie del abismo.

A una media milla de la salida del humilde puerto, que daba cierta categoría a la aldea, fondeaba con la caldera encendida y a punto para una partida, un barco de escasos sesenta metros de eslora. Falto de pintura y casi de recursos, había sido construido en madera y hierro a mediados del siglo XIX, el descastado cascarón conservaba parte de la arboladura como recuerdo de la navegación a vela, los dos palos que mantenía estaban caídos hacia popa, y entre ambos, se situaba el puente desde donde el patrón controlaba el barco. Detrás del puente se abría un hueco en la cubierta, protegido por una borda interior que evitaba la entrada del agua en caso de que los temporales la barrieran, el hueco llegaba hasta la plancha de la cubierta primera en la que se emplazaba la caldera; y ya desde esta cubierta primera, se accedía al resto del barco. Una característica negativa del mismo, y resultado de la mala componenda y desconocimiento de los cálculos necesarios, era la hélice de tres palas que llevaba instalada, la cual, a veces, cuando a las olas se les antojaba, a causa de los vaivenes exagerados se quedaba al descubierto, perdiendo seguridad y velocidad en la navegación; como pieza singular y necesaria para el fin del barco, artillaba en la proa un viejo cañón mecánico de bronce, de dudosa procedencia noruega. Se decía que era de un ballenero aún más antiguo que lo llevó con gloria y eficacia en campañas más prósperas y venturosas.

La escasa tripulación revisaba una vez más la cabullería y las herramientas con ojos y manos impacientes, acompañados de anhelos que se les iban hacia el horizonte dispuestos a acabar de una vez con sus esperanzas, o preparados para volver con el trofeo que les salvaría por lo que quedaba de año. Miraban nerviosos hacia la garita del monte esperando el aviso del manco, y también de vez en cuando hacia el varadero de las ballenas en la orilla de enfrente de la ría, como promediando lo que habría de ser su regreso.

El viento amontonaba las olas hacia el horizonte, que de ligero sureste de tierra adentro, roló al sursuroeste descomponiendo la superficie en penachos de espuma que señalaban el mapa de los agrestes colmillos de la sierra submarina que une los dos cabos; colmillos que parecían anhelar alguna presa, más hambrientos incluso que los marineros, que esperaban con ansiosa mirada el grito de su compañero manco.

Miraba el vigía de vez en cuando al barco como para asegurarse de que estaba allí, abajo, pequeño, humilde, balanceado por el oleaje. Tornaba a mirar sus anchas millas entre cabo y cabo. Aguzaba la vista hasta cansarse buscando la señal esperada, cuando otro nuevo e inesperado reflejo momentáneo, de los que traía la espera, le cegó con un brillo de plata sobre el mar, extendiéndose rápido sobre su superficie, encadenado al azar del viento y confabulado con las nubes. Le hacía tanto daño en los ojos que costaba mirarlo. Era como un buen augurio y de nuevo volvió la vista hacia sus compañeros.

Entre rumor y rumor del agua, la escasa docena de hombres de la tripulación que mantenían la tensa espera, tan solo escuchando el ancho, largo y vacío silencio sobre la superficie, cambió de repente el gesto serio, cuando entre un tremolar alborozado de la lona de color rojo sucio, que agitaba con su único brazo el manco, escucharon en la lejanía sobre el fondo del cielo gris, los ininteligibles gritos anunciando la deseada aparición.

—¡Dos cuartas al noroeste… dos cuartas al noroeste…! —Gritaba.

—¡Al noroeste, al noroeste…! ¡Dos cuartas al noroeste…! —Correteaba por el prado, saltaba gritaba y gesticulaba, temeroso de no haber sido entendido.

Señalaba firme con el brazo a modo de mástil horizontal que sujetaba al extremo la lona deslucida tremolando hacia el noroeste, señalaba como si la vida le fuera en ello, y no era para menos.

En el barco ya habían abierto las válvulas necesarias para que la fuerza del vapor empujase toda la obra hacia adelante.

El patrón fijaba mientras tanto el rumbo hacia el norte para cortar el paso a la esperada presa, aunque aún no la veía.

Como si se tratara de un perro, al que han estado reteniendo mediante una cadena, de la misma manera que al ser soltado, salta, así también del mismo modo, saltó el viejo cascarón sobre la primera ola, con el brío de todos sus caballos mecánicos acumulados. El voluntarioso motor se portaba bien de entrada. Todas las miradas se afilaban además de las caras, como lobos buscando el olor de la presa; en un breve espacio de tiempo el barco iba ganado hacia la vuelta de la península, pronto comenzó a quedar la garita del monte a estribor mientras que la fuerza del mar abierto y las corrientes hacían derivar el barco hacia la costa de nuevo. Entre maldiciones perdían fuerza y rumbo mientras que el maquinista y sus ayudantes paleaban, como desesperados, una mezcla de carbón y leña para alimentar la caldera.

Cuando se daban estos casos parecía que la caldera estuviese a punto de estallar, pero el maquinista ya sabía que no lo habría de conseguir, pues eran tales la cantidad de pérdidas de vapor por juntas ineficaces y válvulas desgastadas, que el viejo barco iba reduciendo poco a poco su velocidad. Se oía ahora el latido de su achacoso corazón rebotando en la profundidad del fondo de arena como un golpe, si antiguamente enérgico y potente, hoy era renqueante y débil; por su chimenea lanzaba el humo al aire como si de un asmático se tratara.

La tripulación entera empujaba con el corazón, si se pudiera decir así, ansiando que la doliente máquina que palpitaba bajo la cubierta, protegida en la envoltura de madera que los llevaba hacia el éxito o el fracaso, corriese más que sus deseos.

Empezaron a recibir golpes de agua por babor, que sonaban a veces al estallar contra el través, como descargas de fusilería. La proa cabalgaba sobre las nuevas olas y se hundía escupiendo agua por las amuras, emergía y se hundía, emergía y se hundía… En una de aquellas subidas coincidieron con el resoplido lejano que se condensaba en el aire fresco de la mañana, como si fuera un géiser. Batía el animal la poderosa cola, desplegándola como un destello negro sobre las ondas antes de hundirse a un par de millas de distancia.

¡A estribor, a estribor…! —el aullido de alegría del arponero conmocionó a sus compañeros.

Señalaba a un punto, y el patrón viró una cuarta a estribor.

—¡Ya la tenemos, ya la tenemos…! —Animaba el arponero.

El patrón dirigía la mirada hacia el piloto, que se aferraba al timón en la toldilla de popa, y al rumbo del animal, mientras que todos los hombres ocupaban sus puestos preparados y a la espera de escuchar las órdenes.

Desde arriba, en el prado que rodeaba la garita, el manco seguía atento a la derrota del barco y a sus apuros para ganar aguas más profundas. Se alegró esbozando una sonrisa, que enmarcaba unos dientes amarillos y barba de una semana, al comprobar el júbilo lejano de sus compañeros en la cubierta. Llegaron a su mente, no sin un punto de envidiosa nostalgia, los recuerdos de aquellos tiempos en los que él fue ese arponero al que en una aciaga mañana, el cabo enredado del arpón le quemó el músculo desgarrándolo hasta el hueso, recuerdos escalofriantes en los que un compañero, de un tajo certero cortó el cabo que se lo llevaba a hacer compañía a los peces.

La velocidad del animal era más rápida que la del barco, que además, con la deriva que empezaba a tomar a causa del empuje de las olas por estribor, de no poner remedio, pronto estaría lejos de su alcance. Mandó el patrón echar la corredera, consiguiendo contar el ayudante la mejor marca por encima de siete u ocho nudos. Con este dato estimó el encuentro, corrigiendo el rumbo hacia un punto más alejado en el nordeste, más allá del que había aventurado en un principio, su intención era confluir con el animal mucho más lejos, en un banco arenoso de poco fondo al otro lado de los agrestes colmillos que señalaban la unión entre los dos cabos.

Había dado comienzo la caza; el animal seguía su rumbo sin al parecer prestar demasiada atención al latido bronco que le llegaba desde algún punto cercano a la costa; los había oído sí, pero no los había visto.

El mar de fondo que empezaban a acusar barría la cubierta de vez en cuando, como un escobón compuesto de pasto marino y algas rojas.

Todos mantenían la vista fija en el animal que resoplaba tranquilamente.

—Estará comiendo —decía uno— nada muy despacio.

—No sacará más de tres nudos y medio —decía otro.

El viejo ballenero había conseguido mantener desde hacía un tiempo los siete e incluso ocho nudos. Desde que se sostenía el rumbo señalado por el patrón, parecía menor la deriva, y las olas que chocaban contra el través de babor convergían con un ángulo más favorable, formando unas turbulencias por la aleta, que descomponían a veces la frecuencia de la hélice.

Todos guardaban silencio y permanecían atentos y anhelantes ante la carrera desatada, quien más y quien menos, pensaba en su suerte o en los suyos, deseando que la persecución terminase favorablemente. También el patrón se había sumergido brevemente en sus pensamientos preguntándose una vez más qué hacía allí.

Tras la muerte de su padre había recibido como herencia el barco que ahora patroneaba. Él era sobre todo carpintero de ribera, aunque con menos trabajo cada vez. La herencia había sido escasa, una casita vieja en el barrio del puerto, aquel barco sobre el que ahora rumiaba sus pensamientos, y alguna deuda.

Gracias a su oficio, utilizó la experiencia acumulada en reparar el casco, y estando en aquello, alguien le habló de los beneficios de hacer la caza de la ballena, ese alguien le vendió un cañón y el resto fue cosa de su buen hacer; después, o a la vez, vino el acuerdo con la compañía de Vizcaya, y ahora cazaba para ellos por un tanto previamente acordado, en cuyo montante se incluían a su costa todos los gastos. El trato no había sido todo lo ventajoso que hubiera deseado para sí, pero no le había quedado otro remedio, eran los inicios, pero había que decir también, que le habían dado palabra de que a partir de un rendimiento cada vez mayor, se comprometían a subir la proporción muy por encima de lo que ganaría con la primera caza.

Aceptó, pues de algún modo no quería dejar huérfanos de patrón a los marineros de su padre. Esta era la sexta salida que hacían y hasta la fecha solo habían tenido éxito en tres ocasiones, por lo que era de esperar que, con lo aprendido en el primer viaje, en el que fueron acompañados por un experto extranjero, noruego o algo así, decían, y la poca pericia que habían acumulado, la presente ocasión se les diera bien.

Volvió a la realidad abandonada momentáneamente, a la vez que entre exclamaciones jubilosas comenzaban a señalar los unos a los otros un punto a babor, en medio de las muestras de jolgorio acostumbrado. Desde el puente sonrió al igual que sus hombres al comprobar que junto a la primera ballena, como a la distancia de un cable, viajaba otro animal, tal vez su cría, pero la elección no tenía duda.

Tras unos minutos durante los que no perdían de vista a las presas, después de subir del seno de una ola, comprobaron que se habían sumergido, pasó un larguísimo y angustioso intervalo de tiempo tras el que volvieron a aparecer, esta vez sólo una, la que habían descubierto por babor.

—Es la cría —les anunció el patrón echando mano de la bocina de latón— ¡Mantén el rumbo que te he dicho! —gritaba al piloto.

La cría estaba ahora más cerca de la costa, se había cruzado a estribor, mientras que la supuesta madre seguía de oeste a este, impasible.

El barco parecía haber perdido empuje, por lo que se asomó el patrón desde el puente.

—¡Maquinista…, que estás dormido…! ¡Apura, apura y estate a lo que estamos…! —le gritaba con energía para hacerse oír por encima del soniquete de la caldera.

Efectivamente, el maquinista despertó de su ensimismamiento. A su ayudante lo había mandado a cubierta cuando el barco había alcanzado la velocidad que el patrón estimó aceptable.

Gruñó una excusa ininteligible, pero era verdad que estaba sumergido en sus pensamientos, algo que le ocurría cuando la caldera se portaba bien. Y es que él estaba convencido definitivamente de que no podría ganarse la vida como aprendiz en el taller de un maestro velero, persuadido de que asistía a los últimos días de la navegación a vela, por eso había cambiado las lonas por su especial capacidad para aprender, y sus deseos de prosperar, razón por la que por primera vez se encontraba de jefe maquinista, sin ningún subordinado fijo, pero de jefe, y en aquella aventura que tenía más posibilidades de irse a pique, que de disponer del tiempo suficiente para hacerse con aquella cafetera, porque no era otra cosa el barco, al que confiaban la aventura de conseguir una buena caza.

—¡Amarooo…! —gritó asomado a la cubierta por la portilla de la borda— ¡Ven a palear, carallo… ya, ya…!

Al momento volvían, como dos condenados, a cargar el hogar de la caldera con una mezcla de leña y carbón. El maquinista apretaba llaves de escape a la vez, y daba cáñamo con una mezcla de grasa a las juntas que perdían, con el riego de abrasarse las manos.

La distancia se iba acortando, el animal los sintió y debió llamar a su cría, porque ésta inició un movimiento para aproximarse a su madre, y aunque le asustara el ruido del barco, cruzó a menos de dos cables de distancia por delante de la proa.

Se aprestaba el arponero en su puesto con el sueste encasquetado en la cabeza, agarrándose con fuerza a la manilla del cañón y amarrado mediante un cabo a un punto fijo del barco, comprobando una vez más que estaba preparada la granada explosiva del arpón.

—Recuerda, —se decía a sí mismo—. Hay que «apuntar a la nuca», lo decía el noruego, «para que muera antes».

—¡Nos ha visto! —Gritó.

Sentía como si cabalgase en la proa, escupiendo agua por las amuras, pero sin embargo a no más de ocho o nueve nudos con que empujaban los escasos y renqueantes caballos de vapor que suministraba la caldera. Un rayo de sol destelló hiriéndole los ojos mientras que brillaba a la vez sobre el lomo gris y huidizo de la ballena que huía por delante, alejada aún, muy lejos de su alcance y por consiguiente de sus probabilidades.

—¡A un cable, a un cable de distancia…! —repetía alzando un brazo con el índice extendido.

Tendrían que acercarse como mínimo a un cable y no fallar, el patrón lo sabía, y además acertar al primer disparo pues solo artillaban un cañón, y preparar un segundo disparo era largo para la urgencia. Y tenían que estar los santos de su lado, para que el arponero fuera eficaz, y que la pudieran traer pronto al costado con el torno, que el compresor funcionase a tiempo para llenarla de aire, que no se hundiera, y que la amarrasen bien, y que no llegasen muchos marrajos, y que entraran con luz de día al varadero, y que…

Atento a la persecución, pero a pesar de ello, su mente divagaba a través de los más insignificantes detalles que había aprendido del noruego. Volvió en sí, azotado por un turbión de algas y agua que le trajeron a la realidad.

—¡Ahora, ahora…! —Le gritaba la tripulación estupefacta tras comprobar que allí en la proa, el arponero se había debido dormir, o le había dado algo.

—¡Dispara por tus muertos! ¡Cojones!

Se perdían los gritos en el fragor de la persecución, y en la fuerza del oleaje que desde hacía poco les empujaba, afortunadamente, de popa.

Con un chasquido partió veloz el arpón al encuentro de su diana, silbaba el cable en la guía con un chillido penetrante, instantes después se clavó en el lomo del animal, desafortunadamente lejos de la nuca como le habían enseñado. Se revolvía dolorida por el impacto y poco antes de sumergirse explotó la granada del arpón ahondándolo más, destrozando los blandos tejidos entre una marea de sangre.

Mandó el patrón preparar las dos chalupas que llevaba colgadas y armadas con sus remos.

—¡Tendrás que rematar…! —le anunciaba el patrón por la bocina.

Maldijo el arponero lanzando una retahíla de tacos y groserías, mientras que la ballena arrastraba su dolor hacia el fondo cercano, no más allá de cable y medio de distancia.

—¡Yo no bajo en la chalupa… baja tu si quieres! —gritaba muy serio.

—Si no bajas cuando yo te diga y haces tú labor, cuando volvamos a tierra, despídete de embarcar conmigo… ¡Te lo juro…! —le amenazó el patrón.

—¡Síguela, síguela y verás cómo la mato, síguela…! —contestaba rebelde el arponero.

Por prudencia y sentido común no contestó a la altanería del jactancioso arponero, que le gritaba desde la proa dando manotazos contra el fuste del cañón. Mediante un gesto de conformidad de la cabeza del patrón, los servidores del arponero entendieron que deberían de seguir soltando cabo; y el maquinista, a una señal, comprendió a su vez que debería forzar más la caldera, aunque no fuera posible.

Ahora el animal intentaba huir hacia mar más abierto y profundo, pero el patrón, temeroso de cruzar por entre los colmillos sumergidos en una carrera alocada, decidió mantener su rumbo hacia el nordeste sin cruzarlos a lo loco, si no con tiento, dando y quitando para que la ballena no escapase.

Media hora después en que el animal cansado al fin de tirar, y necesitado de aire, salió a la superficie a respirar, echando sangre por la nariz, en un surtidor que tiñó las olas de rojo; el arpón y la explosión debía haber llegado a los pulmones.

El barco no podía hacer otra cosa que seguirla, y esta vez definitivamente hacia mar abierto en donde seguía hundiéndose precipitadamente. Pasó otra media hora y volvió a aparecer sobre la superficie para respirar de nuevo y tirar sangre. El viejo ballenero un tanto lejos, comenzaba a parecer al cazador que espera la muerte de su presa; la tripulación asistía con dolor al nerviosismo de la cría que nadaba dando vueltas alrededor de la madre. Aquel espectáculo comenzaba a hacer mella en sus corazones, que, aunque de hombres duros se tratase, estaban comenzando a pensar que aquello no era como ser pescadores, que es lo que eran, blandos pescadores de bajura, acostumbrados al palangre, al chinchorro, o a la nasa. Aquello comenzaba a herir la insospechada sensibilidad de algunos, a los que les parecía demasiado cruel para el animal el prolongar su agonía.

De pronto, desapareció su lomo negro, dejando una turbulencia roja sobre el agua y comenzó a alejarse hacia el norte. Continuaron varias millas más sin que se rindieran cazado ni cazador.

—Seguramente habrá subido desde el estrecho saliendo del Mediterráneo y busca las aguas frescas del norte con la misma situación —les decía el patrón.

En abril se daba por aquellas latitudes el paso de estos animales que sabiamente eran capaces de reconocer aguas, costas y orientarse, en definitiva, a las mil maravillas y con ese instinto o con esa sabiduría, recorrían miles de kilómetros para encontrarse en los sitios adecuados de apareamiento, o en los que sabían según la estación, dónde había más y mejor comida.

Llamó al arponero que se acercó al puente y allí en un aparte habló:

—Escúchame bien, voy a forzar la velocidad para estar más cerca de ella cuando vuelva a salir —el arponero le escuchaba con atención mirando hacia la cubierta—, si entonces no le atinas en donde tienes que acertar, bajarás en la chalupa y tendrás que meterle una pértiga en los intestinos, y si te mata de un coletazo, tampoco lo sentiré mucho… Si no lo haces, no te mataré, pero te haré la vida imposible.

Callaba el arponero y seguía mirando unas veces a cubierta, otras hacia proa, por donde huía incansablemente el animal desde hacía varias horas.

—¡¿Me has oído…?! —le gritaba el patrón.

El arponero, por toda respuesta lo miró a los ojos sin asentir, pero el patrón ya sabía que le había quedado bien claro.

Empezó a refrescar, algunos marineros aprovecharon para comer lo que buenamente habían traído de casa, y corrieron una botella de orujo que les calentó el estómago.

En esta ocasión tardó más de una hora en salir a la superficie, de la cría no habían vuelto a tener señales, o se habían olvidado de ella. Estaba nadando despacio, cansada, nadando por la superficie. Se acercó el ballenero hacia ella, cobrando el cabo que seguía atado en el arpón bien hundido. Se situaron esta vez a menos de un cable de distancia, el segundo arpón estaba preparado en el cañón desde hacía rato

—Acierta, acierta, —rezaban todos por lo bajo, sus miradas fijas en el arponero.

La proa se mecía suavemente la hélice estaba parada y el barco se movía a merced de las olas. Silbó un segundo arpón que acertó en la nuca, provocando una nueva sangría, llenando las olas de un nuevo dolor, pero esta vez de muerte; olas rojas sobre las que revoloteaban las vocingleras gaviotas, y en las que comenzaban a rebullir los primeros pequeños marrajos de altamar, despreciables y oportunistas que habían seguido el rastro hasta mar a dentro.

Otra hora más tarde y una o dos millas más adelante, mandó el patrón echar por fin las chalupas para que se acercaran. El arponero iba en la primera, le correspondía señalar a los que le acompañaban, indicar la manera de buscarle el punto adecuado por donde atarla y el punto de su estómago por donde hincharla y llevarla a flote.

Hechas las maniobras necesarias, la amadrinaron a un costado y partieron de regreso. Estaban rotos y derrengados, pero la alegría les bailaba en los ojos y en el corazón. Les había sorprendido la noche a más de veinte millas de la costa, pero una vez asegurada a su costado, el viento en vez de amainar comenzó a soplar con fuerza, levantando una marejada que parecía indicar al patrón que lo más aconsejable habría de ser el soltar la presa so pena de irse al fondo, y que después de capear el temporal como buenamente pudiera, debería evitar sobre todo las rompientes del cabo en su acercamiento a puerto. Pero era tan necesaria la victoria y la creencia en que no deberían de sufrir más necesidad por este año, que al fin después de tres horas avistaron las candelas del varadero, les esperaban, les esperaban mientras que iban señalando un camino de sangre y sacrificio sobre las olas, que seguiría marcando irremediablemente otra mañana y a otras gentes.

Cuando el vigía vio pasar ante sí la minúscula luz roja de babor desde la garita, descansó.

Volvían a casa, se dijo, a la vez que cerraba los ojos inspirando profundamente el aire para soltarlo después despacio, como si se despojara de la tensión y la incertidumbre, que le habían acompañado desde que por la mañana, más allá del horizonte, había perdido al barco de vista.

Se acostó en un rincón dispuesto a dormir, con el dolor en el cuerpo por tantas horas de espera y preocupación, sintiendo el agotamiento de no hacer nada, notando el crujir de los huesos al agacharse.

Arrebujándose con una manta que le aislaba del frío granito del suelo se durmió en seguida, y soñó que tenía dos brazos y remaba.

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