La Cuesta del Cementerio

Mientras que continúa ascendiendo la penosa cuesta del cementerio, acaricia su cara un suave rayo de sol que se cuela entre jirones de nubes recién desgarradas, arrancando algún destello a su pelo blanco, y sigue sus pasos en silencio.
Mentalmente, se traslada a una época dorada, a aquella en la que recogía algas con su padre y pasaba al ir y venir por el camino, ante la casa pintada de amarillo, flanqueada por una palmera, y una secuoya, anchísima la una y altísima la otra. Lo de palmera y secuoya aprendió a decirlo más tarde. En aquel tiempo solo sabía asombrarse ante tamaños y extraños árboles, cómo no, si a fin de cuentas eran árboles traídos de las Américas. Soñaba entonces cuando pasaba por delante de la casona, pensando e imaginando cómo serían y cómo vivirían los habitantes de aquellas lejanas y extrañas tierras que estaban al otro lado del mar. Recuerda ahora, en este instante de sol en la tarde, mientras doblan las campanas por culpa del muerto y del sacristán, haber visto a un niño que jugaba delante de la casa amarilla, con otros, con sus ropas limpias de colores y con zapatos, mientras que ella bajaba la vista avergonzada mirando su basto calzado de madera, crujiendo sobre las piedrecitas del camino, despertando unos ecos que obligaban a los chicos que jugaban ajenos a todo, a fijarse en ella en silencio y con cierta conmiseración.
Sigue en su ascensión por entre los árboles enfrente de la iglesia, hacia levante, después de recorrer las curvas y revueltas del camino, que serpentea hacia arriba sin descanso, solo aliviado por el frescor de la floresta. Después aparecen de pronto las tapias encaladas del cementerio. Orladas de musgo y helechos, emergen por encima de estas y sobre un fondo de pinos atlánticos entreverados de viejos castaños, las cruces desafiantes y con cierto temor a la vez, de los panteones pegados a la tapia, arrimados el uno al otro, apoyados como si se dieran ánimos de cara a la lucha que mantienen con la eternidad, y esperando no desmayar en el tiempo ante la promesa de una resurrección futura.
Hasta aquí llega nítidamente en el silencio que suele acompañar a este paraje, el tañido que oferta la campana allá abajo en la aldea.
Las puertas herrumbrosas del campo santo están abiertas de par en par. Al abatirse, bajo su paso han peinado y aplastado dulcemente la lujuriosa y larga variedad de hierbas y caracoles que tapizan todo el recinto. De tal altura son estas hierbas, que apenas dejan entrever las coronas de las cruces de las tumbas dispersas aquí y allá, sin aparente orden ni concierto. Algunas lápidas recercadas de líquenes y musgo, brillan al destello arrancado por los caprichosos rayos de sol. El paso de alguien ha dejado un sendero que se dirige hacia los panteones del fondo del campo.
Fijándose bien, aunque hay todavía mucha luz del día, sobre una ligera y estrecha repisa del dintel de la puerta de uno de los panteones, brilla la llama de una vela protegida de la leve brisa en un vaso de cristal. Se diría que una gobernanta o un enterrador, ya ha dispuesto todo para la ceremonia de inhumación que tendrá lugar dentro de varias horas, cuando decline la tarde.

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