Los ojos grises

Se sentaba algunas tardes sobre la hierba a pensar, huyendo del bullicio del bar, después de comer; sobre todo en aquella primavera medio adelantada.

Subía poco a poco por la cuesta de lo de Francho hacia el castillo y, torciendo por la calle de la ermita, se encaminaba hacia la misma. Allí en el Puyal, al sentarse, apoyaba la espalda contra el muro norte del viejo edificio románico; advertía su frescura y solidez. Entre las juntas de los sillares crecían el musgo y el liquen, y entre sus piernas cansadas, estiradas sobre la hierba, emergía esta alta y fresca como una alfombra de lujurioso verdor.

Le tapaban la vista de la cercana carretera, las ramas de los pinos que contorneaban la colina por el norte; ofrecían un aspecto lamentable, infectados de procesionaria. Las agujas de sus ramas siseaban al compás del viento suave.

Elevando la vista por encima de las copas del bosquecito, descansaba la mirada sobre el monte bajo y los olorosos prados de espliego que abundaban por el camino de Fuente de L’Artica, y guardándolo todo como en un abrazo asomaba el bosque verde y alto de Puy Moné.

Así se pasaba una hora en el silencio y el sabor vegetal de alguna festuca entre los dientes.

Hacia el oeste, la ladera se iba enriscando hasta llegar a la torre del castillo y a la iglesia de San Salvador; en ella, empinada y cubierta de verde, en donde era difícil mantenerse en pie, se descolgaban algunas pobres casas de la villa. De la de casa Marieta, como casi todas las tardes, ascendía una leve y sutil columna de humo claro.

Volviendo a sus pensamientos, no podía quitársela de la cabeza y, al revés de cómo debiera ser, se alejaba hasta la ermita a rumiar su soledad, a organizar sus ideas, como se decía en su interior. Afortunadamente, algunas tardes incluso se quedaba dormido, despertándose por lo general con un escalofrío motivado por la umbría en la que se había quedado.

Aquella tarde habiendo perdido la noción del tiempo, no acertaba a discernir si la umbría que le rodeaba era la del bosquecito, y por consiguiente su causa; se le ocurrió pensar en lo avanzado tal vez de la hora, quizás ya cercana a la vespertina aparición de Venus sobre el horizonte, o se hallaba trasladado inesperadamente al interior del castillo, o al menos, en medio de una confusión cada vez mayor, eso creyó al percibir asombrado, mientras caminaba cautelosamente, palpando con la mano izquierda la rugosidad de los sillares de lo que parecía un pasadizo medio abovedado, desde cuyo final le llegaba la claridad de la luz exterior.

Después de algunos tropiezos sin importancia se encontró al final del corredor que desembocaba en una especie de reducido patio de armas rodeado de altas murallas; crecía entre las ruinas de sillares, antiguas columnas y, restos de molduras que se amontonaban cubiertos de tierra, una espesa vegetación de cardos y ortigas; más allá hacia la muralla del oeste se adivinaba el brocal de un pozo.

Girándose sobre sus pasos observó que acababa de atravesar la inconfundible torre pentagonal del castillo que dominaba la villa. Los rayos de sol perfilaban la desportillada muralla del oeste, sumiendo al patio en que se encontraba en una sombra callada.

Una sensación extraña, pero no desconocida le embargaba, cuando en medio de la quietud del momento y la ausencia de sonido, acertó a ver una imagen que fugaz se adentraba en el vano oscuro de una puerta; abierta en los muros que se alargaban hacia su izquierda cerrando el recinto.

Le había mirado un momento con sus inconfundibles ojos grises, estaba seguro, era ella y le había mirado invitándole a seguirla con una media sonrisa. La gracia de su talle se perdió en la oscuridad.

Unos días atrás se había atrevido a hablarle rompiendo el mutismo de las miradas en las que parecía que se decían todo; se había atrevido a hablarle, con brevedad y timidez, de sus sentimientos hacia ella, rompiendo así los silencios sobreentendidos. No se había atrevido a más, pero tuvo la certeza de que le había entendido al ver en sus dulces y melancólicos ojos grises un destello de alegría, de complicidad.

La quería, viéndola día a día durante breves momentos y silencios, o en medio de frases insustanciales, entre medio de personas ajenas, entre medio de los quehaceres diarios, se había enamorado de ella a pesar de saber que no era libre, pero no le importaba.

Habían quedado en el castillo a escondidas, para verse, pero no recordaba que se hubiera concertado aquella cita, es decir, en realidad no habían quedado para nada. Tal vez una razón oculta les había hecho encontrarse allí, oculta y afortunada, pensó.

Se lanzó apresurado por entre la maleza hacia la puerta oscura del muro sur en pos de su aparición y sin pensarlo dos veces se sumergió en la oscuridad de un corredor que le obligaba a caminar casi de lado a causa de su estrechez y angostura; tras haber dado varios pasos observó al volver la vista, que el pasillo descendía de una manera continuada, el estrecho rectángulo que se perfilaba en la puerta que había dejado atrás quedaba ahora por encima de su cabeza, pero no era momento de renunciar. Continuó avanzando mientras que un calor húmedo mezclado con un picante olor a hongos y a madera muerta le daba en la cara llenando sus pulmones.

Parecía como si la rampa, que ahora le obligaba a caminar un tanto encorvado debido a la proximidad del techo, se estuviera adentrando bajo la iglesia del Salvador pegada al castillo. Nada le importó ni se paró a considerar la situación y lo extraño de la misma; no se hacía preguntas acerca de la razón por la que se habían citado allí, tampoco se explicaba por qué ella no le esperaba en vez de continuar hacia delante, pero bueno, lo secreto y emocionante de la situación presagiaban un encuentro dulce y feliz.

A pocos pasos más adelante, el corredor comenzaba a torcer hacia su derecha dando lugar a un resbaladizo suelo que como si fuera la hélice de un caracol le fue sumergiendo más y más en la húmeda oscuridad; no le dio por preguntarse cómo saldría de allí, únicamente le guiaba el deseo de encontrarse con los ojos grises.

Repentinamente, concluyó la resbaladiza rampa dejándole en lo que intuía un espacio mayor. Gracias a la débil entrada de un rayo de luz, sus ojos se fueron acomodando a la nueva penumbra; comenzó a distinguir unos arcos rebajados de recia piedra, que soportaban una bóveda que se prolongaba hasta casi el suelo; el zócalo y el alzado de las paredes eran de la misma roca sobre la que se asentaba el edificio y adosados a estas paredes trabajadas por los canteros, se alineaban sarcófagos; en el piso de piedra, se adivinaban cajas antropomorfas algunas vacías, otras cubiertas con losas. Por estos descubrimientos dedujo que se encontraba en la cripta de la iglesia, pero a ella no la veía por ninguna parte. Como respondiendo a su necesidad, el mismo rayo inclinado que penetraba por quién sabe dónde, varió con el camino del sol iluminando casi en su totalidad a la perseguida y amada figura que de nuevo con una media sonrisa, sin decir palabra, le alargaba los brazos invitándole, animándole, esperándole a fundirse en el abrazo de sus ojos grises.

Tropezó entre las fosas al correr a su encuentro, y cuando se estrechaban fundidos el uno con la otra, prolongando aquel momento, haciéndolo que fuera eterno, alguien le tocaba insistentemente en la espalda, reclamando su atención y al volverse dispuesto a echar a quien fuera lejos de allí, se encontró con el descarnado esqueleto malamente envuelto entre jirones de un sudario que le miraba molesto desde las cuencas de sus ojos vacías, a la vez que le señalaba con la huesuda mano una inscripción en la cabecera de su tumba: Sit tibi terra levis (que la tierra te sea ligera), recordó de su viejo latín.

Con el vello erizado por el terror se volvió hacia los amados ojos grises, hallando entre sus brazos, ¡oh sorpresa!, la osamenta de otro esqueleto que se le reía en su cara, arrojándole la fetidez de un aliento de siglos.

Quería huir, desasirse del abrazo que le mantenía prisionero, el otro esqueleto le golpeaba con una vara en las piernas señalándole con alarma los anagramas de todas las tumbas que pisaba S.T.T.L., Sit tibi terra levis…

—¡Mesache, mesache…! Se me va a enfriar aquí —le gritaba la vieja Marieta.

La enlutada, la pobre y bondadosa Marieta, que con su cesta había salido a buscar setas y ahora le golpeaba suavemente en la pierna con su bastón. Se levantó agradeciéndole la llamada y retornó calle abajo hacia el centro de la villa.

El sol se escondía tras las sierras del oeste.

2 comentarios en “Los ojos grises”

  1. Me ha gustado mucho,al principio me situé recostada en los muros de la ermita de Sta Quitetia de Biel,observando el panorama con el castillo y la población delante de mi,después la narración se fue a otros campos más inquietantes…Edgar Alan Poe…?

    1. Es una alegría recibir comentarios por este canal. Me alegro de que te haya gustado y que su lectura te haya trasladado a un lugar muy cercano del que se desarrolla la historia en este caso. En mi opinión el lugar que se describe podía ser perfectamente el escenario de cualquier relato de Poe como te ha sugerido la lectura, o también lo podría ser para las historias de H.P.Lovecraft, o Guyy de Maupassant. Autores que alimentaron mis lecturas de juventud y de no tan juventud. En todo caso muchas gracias por leer.

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