Misterio en el Camino de los Siete Cabezos

Al recordar ahora una lejana mañana, que creía olvidada, de nuevo la antigua y conocida punzada de sordo dolor le ascendía hasta la garganta, provocándole a continuación unas lágrimas que se desbordaban de sus ojos, sin prisa, sin remedio se podría decir. Ya no había solución ni nada que las pudiera contener, ellas iban a ser sus compañeras durante el breve tiempo que le pudiera quedar de su paso por esta vida.
Se había arrepentido hacía varios años atrás, no de pronto, como si fuera un acto de contrición instantáneo; sino que el convencimiento en sí mismo, había llegado despacio a la vez que el reconocimiento de su culpa; lo había hecho sin ser consciente, y como a temporadas, afianzándose paso a paso y sobre todo con una pizca de asombro cuando su exaltada juventud abrió la puerta a una madurez también turbulenta que buscaba la calma reposada, tributo de los años; aunque no obstante nunca se decidió a confesar su crimen.
Ya casi en la anochecida de la vida se sentaba durante esa tarde, como otras, en la silla acostumbrada, en un rincón de la calle, frente al oeste, por donde los últimos rayos de sol venían a herirle los ojos grises que la vejez había ido adelgazando y volviendo de un color amarillento a causa del viento, el polvo y una vida plena de calamidades, atajos y trampas.
Lloraba ahora al recordar en soledad la vida pasada, y si algún vecino se atrevía a interesarse por su pesar, lo ahuyentaba diciéndole que sus lágrimas eran causadas por el sol, todo seguido de una retahíla de insultos y juramentos que le dejaban medio calmado, o al menos eso parecía.
Tenía fama de ruin y no se le conocían muchos amigos, pues en definitiva todos aquellos que hubieran podido decir algo de él, ya habían ido muriendo con lo que su secreto mejor guardado, el causante de sus lágrimas y este arrepentimiento que daba rienda suelta a las mismas en esta tarde, moriría con él.
Vivía solo en una casa humilde, muy cerca de donde acostumbraba a tomar el sol, y unos días al atardecer y otros por las mañanas acudía, no siempre, hasta su casa una mujer alta y seca, de gesto serio y altanero, que por su porte parecía acostumbrada a mandar y a tratar a quienes le rodeaban con un aire de desprecio. Cuando llegaba a su altura le ordenaba volver a la casa cogiéndole la silla por el respaldo, obligándole así a levantarse con presteza y a no hacerle perder el tiempo, según argumentaba ella con desdén. Esta mujer era una sobrina lejana, que vivía en la otra punta del pueblo, amiga de muy pocas, buena conocedora de las hierbas del campo y remediadora de huesos y contusiones. Se ocupaba de atender a su tío lejano no por piedad, sino por la ambición de quedarse con la casa y un pequeño huerto cuando este muriera, cosa que ella se encargaba de susurrarle al oído un día sí y otro también.
Algo se había escapado y llegaban desde el pasado acusaciones, rumores, conversaciones en voz baja, en los corrillos de las noches de invierno o en los de las tertulias de ávidos escuchantes que abrían mucho los ojos y la imaginación asombrada, pero al parecer rumores, solamente eso, rumores.
Decían que el dinero había sido gastado a lo largo de una mala vida, dilapidado en el juego y en otros vicios, también había quienes aseguraban que aún debía guardar escondido parte del fruto de aquel robo. Decían que la sobrina lo tenía que saber, que la única razón de atender a su tío, no era otra que la de quedarse, ¡quién sabe qué incalculable fortuna!
Durante las noches, en la soledad oscura de su casa, volvía a recordar aquella mañana de niebla fría, apostado junto a su hermano y su padre, hambrientos los tres, pero con el convencimiento de que el indiano pasaría pronto de camino al banco del pueblo.
Volvía a oír los cascos de la mula que se acercaban por el camino de tierra de los Siete Cabezos. El crujido de las herraduras sobre la arena y piedrecitas tan grises como la niebla, le aceleraban de nuevo los latidos del corazón igual que aquella mañana solitaria del monte. Salieron en mitad de la cuesta de detrás de la caseta de piedra en que se apostaban. El indiano, sorprendido al pronto, no dejó de reconocer a quienes le salían al paso, un deudor y antiguo aparcero de malas costumbres, acompañado de sus dos hijos.
El grito seco del padre sonaba ahora como el abrir de una navaja frente a la segura negación del indiano. Pasaban por su mente como si las viera proyectadas en el techo las imágenes del forcejeo para adueñarse de las alforjas, el encabritamiento de la mula y la caída al suelo del jinete. El animal huyendo espantado por entre las vides y los hombres ensañándose con el caído a golpes y patadas.
Al atardecer de regreso de sus labores, unos hombres lo encontraron yerto por el frío y la sangre coagulada. Nunca volvió en sí, murió a los pocos días con los ojos extraviados en el asombro y el susto violento.

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