Naufragio

Durante la travesía ya habían comenzado a saltar las alarmas. Ante las preocupaciones del maquinista que le daba cuenta a cada dos por tres de cómo iba respondiendo el motor, no se podía hacer más, sería cuestión de cruzar los dedos y mantener la mirada fija en la derrota del barco, intentar por todos los medios de llegar al puerto de destino, costara lo que costara.

Ya no quedaban más que unas setenta y dos millas náuticas, de la doscientas cincuenta y cinco iniciales.

El viejo carguero de madera navegaba paralelo a la costa, a unas seis o siete millas de distancia, cuando comenzó a acusar la fuerte mar de fondo que le enviaba la borrasca que se estaba formando no lejos de allí hacia el noroeste. Esta situación nueva no sería preocupante si la máquina no hubiera comenzado a fallar y a perder presión desde hacía unas horas, concretamente hacía unas setenta y siete millas, cuando habían pasado por delante de Cabo de Peñas, teniendo ahora a la vista, la Punta de la Estaca de Bares.

Tenía mal arreglo, era un barco de más de setenta años, siempre había sido un costero desde su botadura y había hecho durante muchos años el trayecto de los cementeros. Su bautizo coincidió con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y también hubo de hacerse a la mar cargado con minerales para Francia, desafiando la campaña submarina.

Se dejaba notar entre la escasa tripulación, una angustiosa concentración obligada por las noticias que venían del cuarto de máquinas, y el sonido de los lánguidos latidos de las interioridades de la caldera unas veces, y sus locos y encorajinados acelerones que solían coincidir cuando el barco navegaba en la parte alta de la ola.

Cuando comenzaban a estrellarse las olas empenachadas de blanco por el lado de estribor, dio el patrón la orden de asegurar las escotillas de la bodega, en la que habían estibado ciento cincuenta toneladas de cemento en sacos.

Aquella tarde plomiza de septiembre se lanzó desde el carguero una llamada de socorro, incapaz de superar las fuertes corrientes de más allá de la Estaca de Bares. Definitivamente con las últimas luces del día y muy mala mar, fue auxiliado y remolcado por dos pesqueros que regresaban a guarecerse a puerto.

Arriesgando la vida, los marineros, y al borde del desastre, consiguieron dejarlo varado en una playa cercana a un cargadero de mineral.

Llevaba camino de partirse por el mal apoyo y los embates de la fuerte marejada, cuando el patrón conminó a la escasa tripulación a que abandonara el barco en un bote dirigiéndose a la playa, mientras que él permanecía a bordo, y que buscaran cobijo y auxilio en la población más cercana que encontraran en medio de aquella noche en la que aullaba el viento como una jauría de perros.

En los días siguientes, al no amainar el temporal, hombres atrevidos se aplicaron a la descarga entre medio de las olas, protegiendo las 150 toneladas y consiguiendo que quedaran estibadas a buen recaudo y en seco en un almacén cercano a la playa.

Mucho tiempo pasó el patrón, viviendo en el barco a la espera de las órdenes del armador.

Un aciago día, en la siguiente primavera, el rayo de una tormenta desaforada, se estrelló contra el palo de proa y la jarcia, provocándose un incendio que consumió la madera. Las olas fueron apagando el fuego y la obra sumergida impidió que se consumiera del todo.

Muchos años con la marea más baja, mientras que todo el plano bajo del barco quedaba enterrado, el codaste de popel se dejaba ver como el muñón de una antigua herida, recordando el sencillo, pero orgulloso barco que fue en sus mejores tiempos.

Un día, cansado tal vez de tanto olvido y de que nadie le arrojara una flor, cansado de servir como morada de cangrejos y de percebes, y plagado de mejillones roqueros, urdió su venganza.

La fría madrugada de un día invernal en que nadie miraba hacia él desde la costa, rasgó con su muñón el débil y moderno casco de un pesquero, que había quedado a la deriva a causa de un temporal.

Durante la travesía ya habían comenzado a saltar las alarmas. Ante las preocupaciones del maquinista que le daba cuenta a cada dos por tres de cómo iba respondiendo el motor, no se podía hacer más, sería cuestión de cruzar los dedos y mantener la mirada fija en la derrota del barco, intentar por todos los medios de llegar al puerto de destino, costara lo que costara.
Ya no quedaban más que unas setenta y dos millas náuticas, de la doscientas cincuenta y cinco iniciales.
El viejo carguero de madera navegaba paralelo a la costa, a unas seis o siete millas de distancia, cuando comenzó a acusar la fuerte mar de fondo que le enviaba la borrasca que se estaba formando no lejos de allí hacia el noroeste. Esta situación nueva no sería preocupante si la máquina no hubiera comenzado a fallar y a perder presión desde hacía unas horas, concretamente hacía unas setenta y siete millas, cuando habían pasado por delante de Cabo de Peñas, teniendo ahora a la vista, la Punta de la Estaca de Bares.
Tenía mal arreglo, era un barco de más de setenta años, siempre había sido un costero desde su botadura y había hecho durante muchos años el trayecto de los cementeros. Su bautizo coincidió con el estallido de la Segunda Guerra Mundial y también hubo de hacerse a la mar cargado con minerales para Francia, desafiando la campaña submarina.
Se dejaba notar entre la escasa tripulación, una angustiosa concentración obligada por las noticias que venían del cuarto de máquinas, y el sonido de los lánguidos latidos de las interioridades de la caldera unas veces, y sus locos y encorajinados acelerones que solían coincidir cuando el barco navegaba en la parte alta de la ola.
Cuando comenzaban a estrellarse las olas empenachadas de blanco por el lado de estribor, dio el patrón la orden de asegurar las escotillas de la bodega, en la que habían estibado ciento cincuenta toneladas de cemento en sacos.
Aquella tarde plomiza de septiembre se lanzó desde el carguero una llamada de socorro, incapaz de superar las fuertes corrientes de más allá de la Estaca de Bares. Definitivamente con las últimas luces del día y muy mala mar, fue auxiliado y remolcado por dos pesqueros que regresaban a guarecerse a puerto.
Arriesgando la vida, los marineros, y al borde del desastre, consiguieron dejarlo varado en una playa cercana a un cargadero de mineral.
Llevaba camino de partirse por el mal apoyo y los embates de la fuerte marejada, cuando el patrón conminó a la escasa tripulación a que abandonara el barco en un bote dirigiéndose a la playa, mientras que él permanecía a bordo, y que buscaran cobijo y auxilio en la población más cercana que encontraran en medio de aquella noche en la que aullaba el viento como una jauría de perros.
En los días siguientes, al no amainar el temporal, hombres atrevidos se aplicaron a la descarga entre medio de las olas, protegiendo las 150 toneladas y consiguiendo que quedaran estibadas a buen recaudo y en seco en un almacén cercano a la playa.
Mucho tiempo pasó el patrón, viviendo en el barco a la espera de las órdenes del armador.
Un aciago día, en la siguiente primavera, el rayo de una tormenta desaforada, se estrelló contra el palo de proa y la jarcia, provocándose un incendio que consumió la madera. Las olas fueron apagando el fuego y la obra sumergida impidió que se consumiera del todo.
Muchos años con la marea más baja, mientras que todo el plano bajo del barco quedaba enterrado, el codaste de popel se dejaba ver como el muñón de una antigua herida, recordando el sencillo, pero orgulloso barco que fue en sus mejores tiempos.
Un día, cansado tal vez de tanto olvido y de que nadie le arrojara una flor, cansado de servir como morada de cangrejos y de percebes, y plagado de mejillones roqueros, urdió su venganza.
La fría madrugada de un día invernal en que nadie miraba hacia él desde la costa, rasgó con su muñón el débil y moderno casco de un pesquero, que había quedado a la deriva a causa de un temporal.

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