Recuerdos

Recuerdos, o la línea del cielo.

La línea del cielo recortándose por entre los eucaliptos y los pinos, perdiéndose y confundiéndose en una lengua de tierra-mar. Vuelan las primeras gaviotas sobre los bancos de niebla. El sol tímido viene precedido de una aurora que juega al rojo-gris. Cerca la espuma blanca, invisible de las olas que se despiertan, lame mansamente la arena de la playa a ciegas, adivinándola por el tacto.
Mientras tanto, allá al este, veinte minutos antes en la amanecida, ella que llena su vida, veinte minutos contra el tiempo, veinte minutos contra el rotar de la tierra, veinte minutos… tan poco y tanto a la vez.
Si pudiera, sería… ¡Un superhombre desafiando las leyes de la gravedad! ¡Elevándose en el espacio y dejando que la tierra girase debajo de él veinte minutos! ¡Mil kilómetros contra el sol! Solamente. Y estaría con ella. Se abrazaría a su cuerpo que es por las mañanas como el pan caliente, escucharía su respirar en el oído, y al despertarse le susurraría palabras que cosquillean su piel. Podría verla peinarse y acariciarle despacio el cabello… Podría…
Le devolvió a la realidad el borboteo del café saliendo con furia por los vomitorios del tubo. Vaharadas del aroma se esparcieron por la mañana, preludio de intento de formar un hogar, un sitio común, aunque fuese de una persona, bueno, un sitio propio.
Hay olores que traen recuerdos; durante los primeros años de la vida, los olores y las sensaciones táctiles quedan marcadas para siempre junto con algún momento de placer o de misterio.
Por la puerta de la galería de la primera casa que conoció de su abuela, siempre olía a malta y a una mezcla de años duros, de escasez, pero con muchos amaneceres por delante. Era el olor de aquel trocito de la ciudad con sus tejados sucios y geranios languideciendo en pozales de cinc agujereados, o aquella jarra de porcelana vitrificada colgada siempre de aquel clavo tan alto en unas paredes blancamente encaladas.
Su abuela nunca le había querido en exceso. Vamos, eso le pareció muchos años más tarde. En aquella casa la aventura maravillosa era marcharse al balcón del comedor, al que casi nunca se podía entrar por prohibición expresa de la abuela. Casi siempre tenía las contraventanas cerradas, y las rendijas dejaban pasar cuestecitas mágicas de rayos de luz en los que los dedos podían subir entre huracanes y tempestades de partículas descubiertas in fraganti haciendo de las suyas, sesteando una calma solo perturbada por los dedos. A veces le traicionaba una de las baldosas de arcilla roja, cocidas, enceradas, brillantes, que se movía con un «clic». La mesita azul de patas torneadas era una atracción irresistible, quizás porque estaba acompañada por dos sillones igualmente azules con respaldo y asiento de rejilla de paja en donde se podían meter las yemas de los dedos. ¿Dónde quedó la huella de su pequeño desastre cuando se rompió un agujero?
Abrió el balcón muy despacio, despacio, con aquella falleba gastada, sin hacer ruido. Fue un triunfo.
En el calor de la reja del balcón, le saludó la rama de olivo seca, que siempre estaba allí para proteger la casa de los rayos y de las tormentas. Las ramas de olivo bendecidas en la misa del domingo de Ramos siempre tenían aquel poder, parece ser que durante un año justo, así es que, por lo tanto, era importante tener siempre una rama que colocar, e ir a esa misa para conseguir tal propósito. Ocurría a veces que, en el momento de la bendición, todos los chicos levantaban sus ramos con la seguridad de que algún influjo poderoso del propio acto de la bendición podía escaparse, o no llegar hasta el ramo propio. En el caso de que hubiese chicos más altos delante
era un poco preocupante, no fuera cosa que no te fuese a llegar un trocito de la bendición. Pero todo se solucionaba después a la salida de la iglesia con las ganas de comerse las chucherías que, si conseguías salvarlas de los tirones de otros chicos, ya era un triunfo.
Se sentaba en el balcón a ver pasar aquellos tranvías verde y blanco marfil. Tenían una parada en la curva lejana allá hacia la izquierda, más allá del Matadero. Una noche de verano fue paseando con su abuelo hasta el patio del mismo. Tenía adoquines frescos, recién regados a manguera. ¡Qué gran hombre su abuelo! La siguiente parada casi estaba debajo, frente al portalón, aquel con un arco de ladrillo ennegrecido por el tiempo. Como la puerta antigua debía ser muy grande, o tal vez por deterioro, seguramente por deterioro, la habían cambiado por una corriente y de menor paso, convirtiendo así lo que debió ser una entrada de coche de caballos en otra de acceso peatonal. El espacio resultante entre el intradós del arco y las nuevas jambas era un lienzo anodino que contrastaba con la ajada belleza del arco, en cuya superficie encalada podía leerse que el local albergaba las oficinas de un antiguo sindicato de riegos. Considerando la situación del balcón, se podían ver los tranvías desde arriba y así no parecían tan grandes. Les veía el techo con manchas de grasa que goteaban del trole y óxido de otras piezas. La cuerda para encarrilarlo a la catenaria asemejaba a un penacho, combándose hacia atrás con la velocidad. Era para él, como observador, un reservado privilegio el descubrir que en el techo estaba su fuente secreta de fortaleza. Frente a la casa se veía un corralón inhóspito, donde algunos chicos, muy pocos, jugaban de cuando en cuando. Tenía un agujero en la tapia y se hacían charcos grandes en el otoño. En la fachada del fondo había dos puertas grandes de cochera y sobre ellas un cartel largo y negro con letras mayúsculas doradas:
«Pompas Fúnebres La Estrella». Nunca se bajaba solo al corralón, la verdad es que no le entusiasmaba mucho; alguna vez con su tío: era el único que le entendía junto con su abuelo. Su tío estaba lejos ahora, hacia donde amanece, y para poder ir allí había que ver salir el sol aplastando la nariz contra la ventanilla del vagón de tren que te llevaba, porque la máquina, cuando amanecía, estaba enfilada hacia el astro rey, así que en aquel momento de ensoñación era impensable bajar al corralón. Por otra parte, hacía demasiado calor. Retrocedió cerrando con sigilo las dos hojas del balcón, tanteando en la semi-penumbra calurosa de no pisar en la misma baldosa que volvió a crujir más fuerte esta vez. Escuchó al pararse en suspenso el zumbido de la sangre, esperando oír también alguna advertencia que llegara desde la alcoba de la habitación de la parte de atrás de la casa, sin resultado. Animado por esa circunstancia, salió dirigiéndose por el pasillo de techo alto oscuro, solo alumbrado por aquellas dos lamparillas de aceite que acompañaban siempre a una imagen de la Virgen María. Empujó suavemente la puerta del taller de su abuelo. Dormía, o parecía dormir sobre una hamaca de lona, la boca entreabierta, blancas las sienes. Debajo de la mesa grande, como era verano, no había recortes de telas. Sin embargo, en invierno era un goce revolcarse entre ellos, casi todos de tonos grises, azules, de mil rayas, negros, y en el fondo siempre estaba la tortuga fría invernando. Sobre la mesa una plancha que había que levantar con las dos manos. Y una tijera enorme de cortador de trajes, que su abuelo manejaba con maestría y destreza, acerca de la que le tenían advertido que tuviese cuidado, descansaba ahora inclinada sobre su tornillo eje, como el abuelo, con los dedos amarillos de tanto fumar aquellos cigarrillos que él mismo se liaba, el cenicero de bronce lleno a rebosar, las sienes blancas, el respirar acompasado. ¿Era aquel su sitio, su tiempo presente y real?
El primer rayo de sol que ya alumbra las olas, al herirle la vista, le devolvió a la realidad del café solo enfriándose desde hacía rato.

 

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