Soldado de fortuna

Si hubiera querido hubiese podido entrar fácilmente. La gran puerta de cochera estaba entreabierta, dejando en precario la ya de por sí escasa seguridad que ofrecía. Después de atravesarla se accedía a un espacio de fresca sombra en verano, o cálido refugio en invierno en el que los ancianos se sentaban a charlar y recordar viejas historias.
Ahora, pasado todo ese tiempo, un perro flaco y tembloroso del color de la canela, ladraba con cierto temor, y más que nada por cumplir con su oficio, al soldado de fortuna que desde la calle soleada se había adentrado en la tranquila umbría en donde habitualmente sesteaba el canelo guardián. Sin hacerle caso pasó por encima del animal que al sentirse pisoteado por unas botas poderosas, gimió escapándose hacia la calle con el rabo entre las patas.
Miraba el mercenario, ya libre de la molesta insistencia del can, hacia el interior a través de la doble puerta acristalada que daba acceso a los adentros de la casona. La puerta no estaba cerrada, y entre sus maineles faltaba algún vidrio; solo un viejo y renegrido picaporte garantizaba la seguridad de los ocupantes. Justamente a continuación de la puerta acristalada colgaban a modo de cortina unos sacos de yute cosidos los unos a los otros, y precisamente la trama del yute era lo que al parecer le impedía verme. Desde mi escaso escondite, yo me encontraba tras un cabecero de cama hecho a base de finos hierros y filigranas de forja, que se apoyaba en la pared de la izquierda, pude observar su mirada de ojos oblicuos, una mirada que me parecía cruel, pero que inexplicablemente no conseguía localizarme. Yo me hice todo lo pequeño que pude a fin de que no me viera, pero estaba claro que de un momento a otro, o bien abriría la puerta descorriendo la cortina de yute, o bien la derribaría de una patada. No ocurría ni una cosa ni otra, solo miraba como si fuera miope hacia el interior provocando en mí un temor indescriptible.
Su presencia, como si de una fortaleza se tratara, imponía el silencio en el interior y en la calle, por la que veía pasar desde mi refugio, como flotando, a una horda de gentes extrañas que perseguían a una sociedad intangible que se replegaba sin presentar batalla y sin dar la cara, ocultándose también y dando por sentado que aquel iba a ser su fin.
Algo en mi interior me hizo rebelarme ante la inacción que me rodeaba, y sobre todo ante la indecisión del que parecía que iba a ser mi verdugo que ya estaba llegándome a exasperar, por lo que sin más ganas de seguir aguantando en mi incómodo refugio, le grité.
Fue tal la intensidad de mi grito, que se hinchó la cortina de yute como movida por un viento repentino y en ese mismo instante el incómodo visitante desapareció como si se hubiera diluido.
Volvía a ladrar el perro sin presentarse en el espacio de fresca sombra y de nuevo otro soldado de fortuna, así era como había identificado al anterior, se configuró en un instante como si acudiera a una llamada establecida. Apareció de nuevo ante la débil puerta acristalada, pero esta vez me vio incluso a través de la liviana cortina de yute, lanzándome una mirada cortante y enseñándome sus colmillos al sonreír.
Yo estaba en pie en medio del zaguán, esperando con los puños y los dientes apretados y le afeé su conducta por hacer trampa. Él no podía verme cómo tácitamente había aceptado su compañero anterior, pero este, su relevo, no parecía hacer caso de las reglas ni de la lógica que sin pactarlo, los sueños habían acordado por nosotros. Así que, con impetuosa valentía, me dirigí hacia él mirándole fijamente hasta que los rayos de sol me dieron en la cara cegándome la mirada, y al no verlo, en el encontronazo que se iba a producir, desapareció sin dejar rastro; en su lugar saltaba a mi lado el perro haciendo cabriolas y dando carreras arriba y abajo por la calle, que volvía a permanecer silenciosa y fresca, como si no hubiera pasado nada.

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