Corrupción, transparencia o Aristides el Justo

De alguna manera estamos tan cansados ya de estas noticias, que cuándo leemos o escuchamos algo relacionado con el descubrimiento de una nueva trama de corrupción, cada vez nos asombramos menos, y lo empezamos a considerar como un hecho casi normal y sobre todo si lo asociamos a la corrupción política. Algo que es absolutamente anormal, parece que ha calado profundamente en nuestra sociedad tomando cierta carta de naturaleza, y esto es lo malo.

            Escribió Hernández Gómez que la corrupción es: «…toda violación o acto desviado, de cualquier naturaleza, con fines económicos o no, ocasionada por la acción u omisión de los deberes institucionales, de quien debía procurar la realización de los fines de la administración pública y que en su lugar los impide, retarda o dificulta…».

            A esto hemos llegado, a aceptar, aunque los rechacemos, los delitos cometidos por funcionarios y autoridades públicas que abusan de su poder, haciendo un mal uso intencionado de los recursos a los que tienen acceso, en beneficio propio o de sus cercanos,​ por el mero hecho de conseguir ventajas ilegítimas de manera secreta y retorcida.

            Y la solución de estos problemas está al alcance de nuestras manos, para ello lo único que tenemos que hacer, no es otra cosa que utilizar nuestro voto adecuadamente cuando tenemos la oportunidad. Tenemos que ser capaces de mirar a quienes nos presentan su candidatura con la misma atención y cuidado con la que se mira el currículum de un aspirante a un puesto de trabajo, y ya está. Si no ha desarrollado bien su trabajo, en el servicio a los ciudadanos, se cambia y fuera.

            Desafortunadamente la transparencia sigue brillando por su ausencia, aunque se la espere, así nuestros políticos y funcionarios están más acostumbrados al uso de la información privilegiada, al soborno, o al tráfico de influencias, a la evasión fiscal, a la malversación y a la prevaricación, que a las virtudes contrarias de las que se esperaría que fueran campeones. Están en casos más concretos, que los hay, más cercanos del narcotráfico y del lavado de dinero, que, de la salud y el cuidado de la misma de sus conciudadanos, o que de la ganancia de dinero de manera honrada del mismo modo que la mayoría de los mortales.

            Aunque no es cierto que cualquier tiempo pasado fue mejor, al menos cuanto más nos acercamos a los primeros hombres, mejores parecían estos, como por ejemplo Aristides de Atenas, estadista de esta ciudad que vivió entre el 530-468 a. C., al que le dieron el apodo de «el Justo» según nos contó Heródoto a causa de su honorabilidad.

            Al principio fue seguidor de Clístenes, el introductor de la democracia en Atenas, más adelante, cuando debía de contar con cuarenta años, ya era el arconte de la ciudad, es decir el gobernante y también el estratego o comandante en jefe supremo, al menos durante las guerras Médicas, cargo que traspasó a su oponente Milcíades, vencedor de la batalla de Maratón, y no tuvo ningún reparo en reconocer en este, su superioridad.

            Al año siguiente fue elegido arconte epónimo teniendo a su cargo la administración civil y la jurisdicción pública, además de ser el tutor de las viudas y de los huérfanos. Aristides se convirtió en un dirigente de tendencia conservadora. Entre otros trabajos importantes, constituyó la Liga de Delos organizando los aspectos financieros, redactando los estatutos, fijando las contribuciones de barcos, hombres y dinero que tenía que aportar cada ciudad para engrosar el tesoro de la liga, con tanto acierto, que por entonces se hizo acreedor al sobrenombre de «el Justo».

             Su principal rival, Temístocles, más cercano al pueblo, y que gozaba del apoyo de las clases bajas, lo derrotó, de tal manera que Aristides fue condenado al ostracismo, y aquí viene ahora la posibilidad que he nombrado más arriba de que la solución para tener buenos políticos, está en nuestras manos.

            La condena al ostracismo suponía que cada ciudadano tomaba una concha y escribía en ella el nombre del que quería que saliese desterrado de la ciudad, después la llevaba a un lugar, en el ágora, cerrado por una verja, en donde se depositaban las ostracas.

            Los arcontes contaban primero el número de todas las conchas y si no llegaban a seis mil los votantes, no había ostracismo. A continuación, iban separándolas por los nombres y el que había sido escrito más veces, era desterrado de la ciudad por diez años. Se dice que un hombre del campo, que no sabía escribir, dio la concha a Aristides, para que escribiera su nombre, y como este se sorprendiera, le preguntó al campesino.

            —¿Te he hecho algún agravio?

            —Ninguno —respondió el campesino—, ni siquiera le conozco, sino que ya me fastidia que constantemente le llamen el Justo.

            Oído esto, Aristides no le respondió nada, y escribiendo su nombre en la concha, se la devolvió.

            Cuentan que, desterrado de la ciudad, levantando las manos al cielo, hizo una oración rogando a los dioses que no llegara el día en el que los atenienses tuvieran que acordarse de él.

            Cuando le llegó la muerte, el estado ateniense tuvo que conceder una pensión a sus hijas, ya que Aristides estaba en la indigencia.

            Ejemplo verbigracia de político, para los de hoy.

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