El Prisionero

El tren del hierro y el frío

En aquel momento el tren avanzaba lento con un recrujir de hierros y maderos viejos, como arrastrándose entre un camino de hambre frío y guerra, en la tarde de aquel invierno adelantado.
Resoplaba la locomotora renqueante, dejando tras de sí un sabor picante de humo y una estela densa gris.
El cansancio le pesaba en todo su cuerpo, le dolían todos los huesos y el ayuno le mordía en el estómago. La barba joven de tres días y los ojos perdidos en un fondo lejano, serios, fijos tal vez en la preocupación constante de no saber por qué estaba allí, en aquel banco de madera de aquel tren, entre dos guardias flacos, con fusiles y capotes, tan hambrientos como él.
El tren acometió las últimas cuestas abriéndose paso ya hacia las duras y amadas tierras conocidas. Menudeaban las ontinas, el esparto y el tomillo y en sus hojas se arracimaba la escarcha y el hielo. Un paisaje todo idéntico hasta un horizonte lejano, seco y desdibujado, entre la niebla de aquel atardecer.
Aquel paisaje y el retraso hacían presagiar que no llegarían a la capital hasta el día siguiente y con mucha suerte, sí al atravesar el paisaje que aún quedaba, no sufrían algún asalto de los grupos dispersos de la resistencia.
Los guardias eran incluso amables con él, brutalmente amables en ocasiones, pero no le perdían de vista. Uno de ellos, aprovechando la lentitud del tren, varios kilómetros atrás, bajó a coger unas escasas naranjas ácidas de un campo que corría al lado de la vía, frutos ofrecidos al detenido, que le sirvieron para cambiar el sabor amargo de su preocupación y pensamientos, que invariablemente desde que habían salido de la ciudad de partida, le atenazaban la garganta.
Había sido todo tan repentino desde el aviso de traslado, que casi no pudo despedirse de sus compañeros, ni de escribir a su novia, ni a su madre, todo lo que se le ocurrió pensar, era que le enviaban a un mejor destino. Pero ¿qué significaban los guardias?
Nadie le ha dicho nada.
Desde que había comenzado esa guerra absurda que le había sorprendido tan lejos de su tierra, sus jefes más inmediatos sabían que él era un buen ajustador. Seguro que le enviaban a algún regimiento de la capital a la que se dirigían, con lo cual podría estar cerca de su novia y de su familia. Las cosas, aunque parecían mal, no podían ser tan desesperantes como a él se le antojaban a ratos.
Poco a poco el tren había acelerado la marcha, sin haberse dado cuenta, ni del paso del tiempo, a no ser por la parada casi brusca que tuvo en medio de la noche, que le sacó de sus pensamientos. Una luz mortecina única y sucia, iluminaba escasamente el vagón de tercera, les habían estacionado en una vía secundaria. Una voz ronca de algún viajero anunció con cansancio, como para sí mismo y un poco para todos el nombre de la estación en medio de la nada.
El frío se notaba más, cuando uno de los guardias le dio un puñado de olivas negras y un trozo de pan duro de centeno que sacó de su zurrón, el blanco de sus ojos vigilantes resaltaba en la oscuridad, después casi sin darse cuenta se quedó confiadamente dormido.
Un coro de ronquidos y respiraciones ahogadas, toses profundas, el olor de comidas pasadas y de cuerpos faltos de higiene inundaban el vagón. Sus guardias dormían abotargados por el cansancio, mientras que él permanecía despierto naufragando en un mar de temores y dudas, hasta que una idea se hizo paso de repente en su mente. Iba a emprender la evasión, y se dio cuenta en aquel momento de que huiría cruzando la frontera con el país vecino, no muy lejana de allí. Estimó que en unos tres días podría conseguirlo si además fuera capaz de burlar los controles.
Cerró los ojos para no ver a los guardias y deslizándose como una sombra, salió del vagón pisando con cuidado el balasto de las vías. Amparándose en la umbría que proyectaba el tren al contraluz del menguante de la luna, buscó el camino del norte a la incierta luz de las estrellas. La amanecida entre un gris inseguro, le avisó recordándole su cuerpo aterido de frío a pesar de la marcha forzada. Orinó sobre la tierra congelada de los primeros montes y entonces supo que vencería y conseguiría su libertad en otra tierra lejana aún.

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