La Gabardilla

La Gabardilla, cuento para niños

Estaban pasando frío, les castañeteaban los dientes y pensaban que debía ser muy tarde, una hora en la que de encontrarse al abrigo cálido de casa, ya haría rato que estarían en la cama, pero así no, así, estaban apretados dándose calor bajo un árbol, que les protegía de la helada que traía la noche.

Los hechos que habían provocado esta situación en la que se hallaban Amijai, Isabel y Basir, se remontaban días atrás. En el de hoy se habían lanzado a la aventura, perdiéndose al final, con las consecuencias que estaban sufriendo. No sabían que sus padres andaban buscándoles con el corazón en un puño y que habían vuelto a hablarse olvidando discusiones y su diferente religión, que era el motivo principal que les separaba.

Ese mediodía, aunque sus padres les habían prohibido que volvieran a hablar con Basir, bajo pena de castigo, le acompañaban en la puerta de la escuela a la espera de quien le llevase hasta su casa y como se retrasase mucho, pensó Basir que ya no llegaría y dijo:

—Me voy andando.

—Nosotros vamos contigo —contestó Isabel, decidida.

Caminaron un paso tras otro, alegres al principio, a pesar de las dudas al salir de la villa, sobre qué camino tomar. Pero nada importaba, en aquellas horas vibraban sus voces a causa de la emoción y el disfrute de lo nuevo.

Las casas quedaron atrás y algún vecino se cruzó con ellos, que no les prestó atención y así fueron confundiéndose con el paisaje. Las vueltas del camino los ocultaron, ya habían dejado de ver la silueta del caserío perfilarse en el horizonte. Bordeaban a veces derrumbaderos de tierras y otras los campos recién sembrados. A su alrededor, el frío y la soledad de la tarde comenzaban a hacerles flaquear y cuando empezó a ponerse el sol, se convencieron de que se habían perdido.

Y todo por la discusión que semanas antes se había producido entre sus padres. Al de Basir le había parecido mal que los de Amijai e Isabel, se hubieran metido en los asuntos de su familia, según decía él.

Y era que se había enterado a través de la Asociación de padres y alumnos, al ser citado, de que habían sido ellos quiénes habían dado la voz, preocupados por Basir.

Aunque quienes habían iniciado todo, habían sido Isabel y Amijai, sobre todo ella, a la que sus inseparables amigos consideraban como la jefa y la más decidida de los tres.

Como decíamos, una de las noches de la semana anterior, Amijai no lograba dormirse, su cabeza daba vueltas pensando en lo que le había dicho Isabel aquella tarde y a ese paso no lo conseguiría, pero había algo peor: ¡no había acabado el trabajo para el día siguiente en la escuela! A decir verdad ni lo había empezado, sus padres no le habían vigilado aquella tarde, pues andaban atareados con la próxima celebración de las luminarias, la fiesta de la Janucá.

Si lo que le había contado de Basir era verdad, tenían un problema.

Repasaba Amijai mentalmente la noticia:

Los padres de Basir habían emigrado desde su país, hacía tiempo, pues él había nacido en el mismo hospital que Isabel y Amijai.

Isabel había dicho que el padre se había quedado sin trabajo y la situación en su casa era difícil, pues la madre esperaba un nuevo hijo. El padre había sido pastor en su país y ahora tenía una oferta de trabajo y tenía que mudarse a una casa en el campo, lejos de la villa, en un término que llamaban La Gabardilla, en el que había muchas ovejas. Por esto había decidido llevarse a su familia y ni los ruegos de la esposa, ni las protestas de Basir, hicieron efecto. Algunos vecinos le rogaron que dejara mujer e hijo en la villa, pero no quiso acceder a sus ruegos. De nada sirvieron las razones de que Basir tendría que hacer varios kilómetros para asistir a la escuela, eso no parecía importarle y permanecía firme en su decisión.

A la mañana siguiente, por las calles que iban a la escuela, la niebla difuminaba las figuras de la chiquillería. Basir retrasaba sus pasos conforme se acercaba, pues temía que aquel pudiera ser su último día de cole. Cuando le alcanzaron Amijai e Isabel, le cogieron por los hombros gritándole y bromeándole alegremente para animarle. Ya en el aula lo observaron ausente y sin prestar atención a las explicaciones.

En el patio, durante el recreo, Isabel les hizo reunirse con ella.

—Tengo una idea, —dijo— haremos que nuestros padres hablen con la Asociación para que exija a tu padre —decía tocando a Basir— que te deje aquí.

—Sí, ¿pero cómo lo digo a mis padres? —se quejaba Amijai.

Isabel le lanzó una mirada fulminante, y Basir callaba esperanzado.

—Mi padre no hará caso —juzgaba Basir.

Unas palmadas en el patio acabaron con su reunión para volver a clase.

Horas después de salir, ya en sus casas, explicaron a sus padres el plan.

En la comida, Isabel anunció que tenían que ir a hablar con la Asociación aquel mismo día para que obligara al padre de Basir a que este no saliera de la villa y asistiera a la escuela sin faltar ni un día.

—¡Bueno! —dijo el padre de Isabel levantando sería mirada— ¡Hasta aquí hemos llegado! ¡Te tengo dicho que no me gustan esos amigos tuyos!

Como respuesta, Isabel, se levantó arrastrando la silla a propósito al salir de la habitación.

—¡Vuelve aquí! —ordenó.

Isabel corrió a refugiarse en su dormitorio mientras su padre hacía ademán de seguirla.

La madre intervino:

—¡Deja a tu hija y calla! Son buenos chicos y ella también.

—¡Podría tener amigas como las otras…! ¡No lo entiendo!

—No hay nada que entender —dijo la madre—. Esta tarde hablamos con la Asociación, tú mediarás con el que ha contratado al padre de Basir.

El padre de Isabel, como ganadero conocido de la villa, tenía rebaños pastando en la Gabardilla, pero sus pastores iban y venían todos los días hasta las corralizas del monte.

No le fue mejor a Amijai que expuso el asunto con temor. Tras su explicación hubo un silencio. El padre le miró y estuvo a punto de no hacer caso de sus palabras, pero eran los días de la Janucá y como buen judío, pensó que el mejor regalo que podía hacer a su hijo era apoyarle, pero dudó, pues no tenía ninguna relación con la comunidad musulmana de Basir.

—Esto ¿no será idea de vuestra amiga? —preguntó su padre— No, no, es de todos —dijo.

Ahora no servía de nada recordar lo ocurrido días atrás, lo preocupante era el frío que estaban pasando y la bronca que les caería cuando volvieran a sus casas, si volvían.

No pasó mucho más tiempo cuando en medio del silencio escucharon ruidos lejanos y luces de coches que se acercaban. Más tarde gritos que les llamaban.

—¡Aquí! Estamos aquí! —contestaron.

Poco después fueron abrazados por sus padres que habían recibido una buena lección de sus hijos: Que el amor y la amistad están por encima de las creencias de cada cual.

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