Muerto en vacaciones

Vacaciones brumosas

La mañana de vacaciones lluviosa y gris del sábado, no predisponía a un día de playa precisamente. Caía el agua menuda y silenciosa, tan menuda como decía Rosalía de Castro en sus poemas, aquello de «… Como chove miudiño, como miudiño chove…», las calles del puerto de la aldea, están, más o menos silenciosas, aunque casi todos los días lo son, por lo que no cabe extrañarse de que hoy a esta hora, permanezcan sigilosas.
La noche anterior ha habido algún concierto en los bares rellenos de turistas ociosos que, copa tras copa, han ido llegando al alba húmeda con rachas suaves del Atlántico, hasta que la friolera de este los ha ido largando a sus camas y a sus menesteres, y se eleva ahora por encima de las cubiertas de pizarra de las casas, como un sopor de sueño profundo de exceso de alcohol y relajo de músculos y de mentes.
En la puerta del supermercado, aunque no es muy temprana la hora, ya las matronas y algún espartano veraneante, hacen fila ante la cajera de hombro desnudo tatuado, que parece cobrar con cierta desgana tras la verbena a la que no se resistió como el resto de los desocupados visitantes del verano.
Un grito ahogado en la garganta de una cliente de pecho poderoso, pelo blanco y pulcramente recogido en una trenza que enrosca sobre su cabeza, como una serpiente dormida, se paraliza en el umbral de la puerta del supermercado, señalando asustada con ojos como platos hacia el balcón del primer piso de la casa de enfrente, en el que se observa el cráneo de un hombre calvo descansando bajo las guías de la persiana, a su lado algunas macetas agradecen la lluvia agosteña, y el silencio antes anunciado, estalla contra las hendiduras de la persiana del balcón, que parecen hablar de un apartamento sumido en la más absoluta sombra que ahora guarda la tragedia que va a estallar dentro de poco por la muerte entrevista de esta matrona al salir del súper y que despertará poco a poco a la aldea de su letargo vacacional, y pondrá el corazón de las sencillas mujeres de la localidad en un puño.
A la alarma que paraliza a esta buena mujer, le siguen las carreras de la cajera y todas las empleadas del súper, en tropel con los clientes, apelotonándose en la puerta, brazos tímidos señalando al ya más que durmiente, muerto auténtico.
—¡Ay qué desgracia!
—Habrá caído al abrir y yace ahora ahí sin socorro alguno.
—Llamad, llamad a alguien.
—Que alguien haga algo.
—Regina, Regina tendrá la llave, corred, corred, abrid la puerta y socorred a ese pobre hombre.
¬ —¡Ay, sí, ay, sí!
—¡Ay, Dios mío, ay, Dios mío!

Muerto en vacaciones 1, Costumbrismo, en libros y novelas, www.librosynovelas.es

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En poco tiempo varias mujeres se apelotonan en el portal, pero ninguna decide entrar y subir, la patrona, con la llave en la mano, a un hombre valiente, toma, toma, sube tú y abre, tú que eres fuerte y lo podrás levantar.
—¡No, no, que no lo levante hasta que no venga el juez!
Desde el supermercado mientras tanto, aventuran mil conjeturas acerca de la causa de la muerte, acerca de quién es la víctima, una mujer delgada que viene de su carrera temprana y saludable con mochila a la espalda, dice conocerle, es un veraneante habitual de otros años, pues ha coincidido con él alguna vez tomando café en el mismo bar del paseo de la playa; en la acera de enfrente mientras tanto, se lamenta azorada la arrendadora del inmueble.
—¡Virgen santa que desgracia…!
—No dejan de temblarme las piernas —exclama la carnicera en un nerviosismo continuo.
La responsable de la panadería aprieta contra su pecho los últimos croissants que debía colocar sobre el expositor, mientras mira hipnotizada al hombre que yace en el balcón, inerte, sin dar señales de vida a pesar de la algarabía que se ha montado en la calle.
Las ofertas con sus colores chillones forman un fondo multicolor decorado ideal e inesperado del directo-directo de esta mañana, algunas resultan ofensivas, como él, llévese tres por el precio de dos, o pollos asados por encargo —cualquier alma piadosa pediría que se retirase toda esta morralla del lugar—, por respeto al cadáver, pero no, la prontitud de la hora y lo inesperado del lugar y del día, no hacen, sino alimentar a una clientela madrugadora que mira hacia el balcón esperando ver cómo el hombre alto y fuerte arrastra por los pies el cadáver hacia el fondo de la habitación, hurtando a los seguidores de este inesperado espectáculo, que más tarde les servirá para comentar y decir: «Yo estuve allí», durante el resto de la jornada, incluso, les servirá como noticia del resto del verano en la aldea.
—¡Ay, como me va el corazón —susurra a un lado la responsable de reponer en los expositores, apretando entre sus manos las cajas de manzanilla de la sección de infusiones y desayunos!
La menuda lluvia, no por esto ha dejado de caer, sino que en algún momento de esta tragedia que se está fraguando ha arreciado brevemente en algún momento sin que por ello haya conseguido ahuyentar a los expectantes clientes y escasísimos viandantes que han acertado a estar allí en esos momentos de máximo interés. Va calando las finas prendas del verano y encrespando los cabellos y moteando los cristales de las gafas de los que miran para arriba ante la tardanza ya del esperado arrastrar por los pies, del vamos a decirlo muerto del todo.
Un murmullo recorre a los espectadores de este lado de la calle, mientras que las mujeres del portal se aprestan en torno al hombre que aparece en la acera devolviendo la llave del piso; más que con las voces, inquieren con los ojos acerca de un:
—¿Qué pasó?
—Y nada, hay más gente en el piso.
—Están todos durmiendo.
—¿Y el señor del balcón?
—No sé, están todos bien, yo no he ido hasta él.
—Ay, podías haberte acercado —se lamentan las mujeres con fastidio.
—Y yo qué sé, como voy a pasar a una casa en la que están sus ocupantes —les contesta desentendiéndose.
—¿Qué ocurrió, que ocurrió? —preguntan en la acera de enfrente.
—Nada que estará durmiendo la moña.
—¡Qué valor tienen! Por lo menos podría dormir dentro, y no darnos estos sustos.
—La gente ya no es como antes.
Las miradas se vuelven unas a otras buscando a la autora del anuncio, a la matrona de pelo blanco y trenza como una serpiente dormida sobre su cabeza, pero ha desaparecido ya; la cajera se lamenta en voz alta.
—¡Se fue sin pagar!, ¡Mira qué fresca!
Con el pequeño estrépito marcado por … , por qué no decirlo, la decepción de que el muerto no era tal, este se despierta e incorporándose un poco con ojos rojos y boca pastosa de sueño y resaca, mira hacia la calle y se sacude mecánicamente las finas gotas de lluvia que le han estado salpicando desde las dalias y hortensias que colorean las macetas de su balcón, después renqueante y con achaques de haber dormido toda la noche al raso, desaparece hacia el interior de su vivienda, en calzoncillos, habiéndose dado antes un coscorrón contra la persiana que ahora permanece muda y solitaria guardando la penumbra del interior que no ha variado nada desde que comenzó el caso en esta mañana veraniega de lluvia menuda y cielo muy gris.

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