Onírico

No hubiera sido necesario moverse en aquel momento, pero lo hizo cuando la angustia producida por la situación, le empujaba a salir de algún modo de aquél lugar, aún desconociendo el camino.

La plaza era sensiblemente cuadrangular, pero de lados toscos con recovecos, pasadizos o rincones con grandes puertas de carruajes, cerradas, de madera seca y astillada por el paso del tiempo.

Se intuía el peligro muy cerca de alguna de aquellas paredes o a través de ellas, algo como muchos toros bravos resoplando, de mirada humanamente salvaje, de mirada que parecía traspasar el tiempo y el lugar, de mirada de maldad tras la que no se ocultaban, las verdaderas intenciones de una indescifrable necesidad de hacer daño, de herir.

Algunas mujeres, dos, tres o cuatro, tal vez ninguna, se atrevieron presurosas y silenciosas, como una imagen fugazmente aparecida, a atravesar la plaza sobre cuyo suelo de tierra se arremolinaban algunas hojas, o basuras indescriptibles. Pasaron o tal vez no pasaron, arrebujadas en mantones negros, dejando ver o intuir quizás, tan solo su cara enmarcada por el óvalo de la lana oscurecida.

Las altas ventanas se perdían en la lejanía de las paredes de los edificios primitivos o toscos que circundaban la plaza, aunque estuvieran relativamente cerca, eran igual que una lejanía de adobes desgastados por las lluvias en cuyos huecos, habían tejido las arañas, sutiles redes ahora marrones y cubiertas de polvo, sobre las que debía hacer mucho tiempo ya, que no caía en su trampa prisionero alguno. Las rejas, altas también, recubiertas de un óxido antiguo, ese óxido que se suelta al contacto de la mano por ser la primera en muchos años que se atreve o puede estar ahí, para tocar la ruda caricia de su capa externa descompuesta. Las altas rejas inalcanzables y el miedo acechando, se sentía por cualquier rincón de la plaza cerrada con edificios de adobe.

Un carro en un rincón de la soledad, las varas apoyadas en la tierra y una sensación de abandono se desperdigaba entre sus atalajes y en la llanta de acero de las ruedas. Remetidos en las hendiduras de su fondo de tablas de madera, quedaban prisioneros los granos de trigo de antiquísimas cosechas, llevadas en otro tiempo, menos alucinado, al molino para convertirse en una ayuda o sustento para la vida, que ahora a pesar de las dos, tres o cuatro mujeres o ninguna, que hubiera atravesado la anchura entre los edificios, parecía existir.

La luz débil semejaba llegar desde un horizonte de atardecida. No se hubiera podido decir si era una ocaso real o un tiempo paralizado, a caballo entre un sol estancado en su viajar por el universo y unas débiles o imaginarias luminarias, colgadas de cables que mecía el viento, formando conos de luz sucia, sujetas a intervalos irregulares entre un extremo y otro de las paredes que cerraban el lugar y que hasta el momento, no ofrecían ninguna garantía de que por algún hueco se pudiera salir sin daño o se pudiera permanecer a su cobijo.

La luz proyectada por las figuradas luminarias o por la atardecida luz, suspensa un instante ya muy largo en el tiempo, conseguía dejar zonas de la plaza en sombra, bajo cuyo amparo, se estaba supuestamente decidiendo el desenlace de un no se sabe qué extraño y temido suceso, que impedía gritar. Gritarle al parto del suceso para que desapareciera.

Estaba seguro en su fuero interno, en lo más recóndito de su ser, de cual era su deseo. Estaba seguro de que tal vez si consiguiese gritarle, acabaría por estallar y desaparecer, sustituyendo la ansiedad y la congoja que lo inundaba todo, por un suspiro profundo y confiado, junto con el que aparecería seguramente, la luz del nuevo día rasgando el cristal de las ventanas. Estaba seguro de que a la vez que apareciera la luz, vendría con élla el descanso confiado, abandonado a la seguridad de la luminosidad y el calor que lo inundaría todo, haciendo confortable y tangiblemente sólido el instante o la eterna situación que estaba viviendo.

Un no muy alto balcón de larga y estrecha losa, se descolgaba en un rincón hasta ahora no vislumbrado de aquel espacio irreal. Tras su barandilla de hierro también oxidada, se asomaban dos ventanas gemelas, separadas por un parteluz que parecía llegar desde el arte románico.

En aquel momento supo que allí podía estar su salvación, sólo era necesario impulsarse hacia arriba y agarrarse a la reja de la barandilla, para trepar hasta las ventanas.

Alguien muy cerca estaba en peligro inminente, era un terror atávico y desconocido a la vez, el que le impelía a recorrer con la vista los ángulos y zonas obscuras. Buscando no sabía que, aunque sí algo amenazador, a flor de piel. Nada se desarrollaba aún a pesar de la incesante necesidad de que se encarnara, incorporara o se concentrara, añadiera o se representara o se completara en aquel momento y lugar, para acabar con todo de una vez.

Onirico, San Gaudioso. Fantasia en libros y novelas.
Onirico, San Gaudioso. Fantasia en libros y novelas.

Una lejana voz reconocida, pretendidamente, como en un sueño, con la fortaleza del que quiere y necesita creer en algo para que el mundo que le rodea, el que conceptúa real, no se hunda en el pozo de la desesperación por la evidencia de que algo se ha roto, algo sobre lo que estaba basada su existencia, llegó hasta sus oídos. ¿O era una ilusión necesaria o un espejismo?

Volvió toda su atención hacia las ventanas gemelas creyendo ver también alguna imagen del pasado que le llamaba, tirando de él, invitándole como invita el salvavidas arrojado al fragor de las olas amarrado a un cabo, que une con el barco en medio del océano tempestuoso. También volvió a tirar de él la sombra fugaz de una, dos, tres o cuatro mujeres que atravesaban la plaza, sin saber por donde habían aparecido ni en donde desaparecido.

Y gritó, les gritó a ellas y a la ¿sombra? ¿Figura de las ventanas gemelas? Pero de su garganta no salió ningún sonido. Quizás tenía la boca sin labios, sin garganta, sin laringe. Era un grito que se inarticulaba. Muriendo en el mismo instante de querer ser expulsado, pronunciado. Advirtiendo de algo muy peligroso y oculto que durante toda la extensión del tiempo se cernía y acechaba desde las sombras del entendimiento y los anteriores oscuros rincones de la plaza.

Gritó al fin y oyéndose despertó y descansó, comprobando que las primeras luces del amanecer herían en un tono azul-anaranjado los cristales de la ventana, mientras que sobre los árboles cercanos saludaban los pájaros piando al nuevo día.

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