Distopia 1

Se había levantado un poco antes que otros domingos, y las noticias habían estado anunciando desde días atrás la posibilidad de que se estableciera un confinamiento de toda la población en sus casas. Al parecer la cosa era grave, bastante grave.
Hacía buena temperatura a pesar de la estación, brillaba el sol, y todo invitaba a pasear, la vida sonreía por decirlo de algún modo, los escasos pájaros cantaban y una brisa muy ligera hacía ondular las hierbas en los campos, era tan tenue que los cañaverales de la orilla del río apenas se movían, las ramas de los árboles permanecían quietas, si acaso un leve temblor en las hojas, que inexplicablemente habían resistido al otoño y a casi las dos terceras partes del invierno que estaba próximo a terminar.
No había podido asimilar en su mente que, a pesar de haber guardado la fila espontánea de los vecinos a la puerta de la panadería, a una distancia en la que nadie invadía el espacio personal de ninguno de los presentes, esa desacostumbrada novedad había sido olvidada unas horas más tarde, por la otra tomada hacía un momento, acerca de la decisión de salir a dar un normal e inocente paseo por los alrededores, a fin y al cabo, hacía sol y la vida sonreía.
Una vez en la calle y tras varios metros, se dio cuenta, recordó, que sí, que lo del confinamiento era oficial y de inexcusable cumplimiento salvo para tres o cuatro actividades urgentes y de primera necesidad. Bueno, no había nadie en la calle, y en ese momento le pareció tonto dar marcha atrás, después de todo, ¿qué podía ocurrir? Caminó unos doscientos o trescientos metros sin cruzarse con nadie. A través de las ventanas abiertas de las casas llegaban hasta su oído, retazos de recomendaciones oficiales, músicas, comentarios de periodistas, trozos de conversaciones de los vecinos, pero nadie en la calle, ni siquiera las personas habituales que en condiciones normales habrían de estar, digamos los adictos. Ni esos.
Llegó al final de la calle, ante él se extendía el campo seco del monte. Los cereales comenzaban a verdear pregonando lo que sería la cosecha del verano. Hacia el sur y el oeste el macizo de la sierra se levantaba azul a unos kilómetros, en sus cumbres más altas blanqueaban rebeldes y luchadoras, las manchas de nieve, disconformes por rendirse al potente sol primaveral.
Hacia el norte, la gran extensión del valle huía entre dos sistemas de montañas cercanas que parecía como si en alguna ocasión hace muchos millones de años hubieran librado una batalla en la que intentasen encerrarlo en un abrazo entre ambas, pero este les derrotó, a la vista estaba la gran extensión, mosaico de verdeantes campos y altivos árboles aquí y allá perdiéndose en la lejanía hasta tropezar con unas montañas azules muy lejanas, que se levantaron derrotándole al fin en su expansión.
Y hacia el este se escapaba definitivamente hacia el mar, buscando la luz del azul.
Una cigüeña voló llevando en el pico las ramas necesarias para reparar su nido, era una señal de futuro, de esperanza, o eso le pareció en ese momento. Tenía que dejar de escribirse en el cerebro estas notas mentales. Cualquiera que viese a una cigüeña en esas circunstancias podría pensar otra cosa, incluso nada, pero el ave no pasaba inadvertida, pues el batir de sus alas, dejaba escuchar el siseo de las plumas al atacar el aire.
Hay que decir que el animal volaba alto en relación con los campos del valle, unos treinta metros, pero él caminaba cerca del borde en lo alto de una muela y por esa razón eran perfectamente audible el movimiento de las alas acumulando el aire bajo ellas.
Era de esperar que a partir de ese punto habría de encontrarse con alguien que hubiera decidido salir a dar un paseo, pero en lo que alcanzaba la vista no se veía a nadie, ¡sería posible! Nunca hubiera podido imaginar que sus vecinos fueran tan obedientes, y eso que la población tenía fama de ser un tanto revolucionaria por decirlo de un modo suave. Pasó un ciclista por su lado que venía en sentido contrario, se saludaron con un gesto de cabeza. A lo lejos laboraba un tractor en la tierra arcillosa y seca levantando nubes de polvo, y al poco se paró y calló el rugido lejano de su motor. La polvareda siguió avanzando y pronto llegó hasta su cara, traía entre sus partículas el olor al diesel y al aceite del motor. Después el silencio, un silencio extraño. El polvo parecía haberse llevado consigo el viento y hasta el aire preciso para respirar, ahora nublaba la vista de las casas del pueblo igual que una amenaza. Volvió la vista de nuevo hacia delante y comprobó que el tractor había desaparecido, se esforzaba achicando la mirada para descubrir en la lejanía dónde se habría ocultado, pero no tuvo resultado. Estaba atónito por lo raro del hecho, cuando sonó una señal de aviso en su teléfono móvil. Sacó el aparato de su bolsillo y leyó el mensaje seco y escueto que decía:
¡Atención, está usted vulnerando la nueva normativa! Debe volver a su domicilio.

SRD (Servicio Rastreador de Datos).

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