Mi primera pirola

Esta mañana he tenido que acercarme hasta la zona escolar de mi pueblo, la calle bullía de coches estacionados a derecha e izquierda o en doble fila de los papás y las mamás urgiendo a sus vástagos, con las prisas del corre-corre de última hora para no hacer tarde al cole. Carreras por aquí y por allá, el sol deslumbrante y el cierzo azotador de bufandas convertidas en banderas. En honor a la verdad, eran muchas más las mamás que llevaban a sus hijos, que los papás, aunque esto ya lo sabemos sin necesidad de acercarnos a los campus estudiantiles de primeria o secundaria de nuestros pueblos o ciudades. La breve visita y la observación de las gentes y los alumnos corredores unos, perezosos otros, me ha traído a la memoria que hubo un tiempo de tapias de adoba entre cuyas hiladas se escondían las arañas en las mañanas otoñales como esta, no libres de los primeros fríos en las que yo iba a esas escuelas y husmeaba a las ateridas criaturas en sus telarañas en forma de embudo.

En las calles de entonces se estancaban los primeros charcos y una niebla tenue inusual para la época difuminaba los contornos de la media distancia.

He recordado que se me retrasaban los pasos a lo largo de la calle, conforme me acercaba a la escuela, mientras que a mis lados discurría en alegre algarabía punteando aceras y centro de calzada, aquí y allá, como a voleo, grupos de chicos y chicas separados los unos de los otros, haciendo burlas, o persiguiéndose esporádicamente, más ellos a ellas, que escapaban entre un revoloteo de trenzas y chillidos. Éramos como una pequeña marea discontinua de prometedor futuro.

Recuerdo aquella primera mañana en la que el vibrar de las voces y el desconocimiento de tanta novedad, me retrajo y me hizo ocultarme al lado del umbral de un portalón de corral, indeciso de si debía de seguir adelante o esperar a que pasasen todos.

La calle por la que venía, y que confluía con la principal de la marea de chicos y chicas, mirada hacia atrás, se prolongaba mediante los árboles que asomaban por encima de la tapia del molino de aceite. Ambos lados de la misma estaban guardados por altas tapias sin ningún interés, ciegas, sin adornos, si acaso de largo en largo trecho, se abrían los huecos de alguna puerta, que salpicada de polvo y barro viejo, dormía con su cerradura silenciosa, en cuyo ojo habían tejido las arañas, telas abandonadas y polvorientas sin ningún servicio, como trampa para incautas moscas. Las hojas de una higuera, cuyas ramas asomaban por encima del último lienzo de tapia formaban esquina con la calle principal.

Se azoraba mi corazón, creándome cierta confusión entre el deseo de ir y el recelo de encontrarme entre nuevos, pero al fin un tanto de temor a lo desconocido, me volvió a retrasar con dudas.

Miré desde la esquina, parado, a quienes pasaban, vigilé con la esperanza de ver alguna cara conocida, que me infundiera ánimo como excusa para dar los pasos decididos y sin desconfianza.

Al poco tiempo, sin haberme movido todavía, empezó a quedar la calle vacía y en silencio. Pasé el resto de la mañana calle arriba, calle abajo, procurando pasar desapercibido, siempre atento a ocultarme de alguna cara conocida. Una vez que la suerte ya estaba echada y nada de lo hecho tenía remedio, descubrí que en cualquier caso, aquella calle, era un buen lugar para esconderse, puesto que aproximadamente casi dos horas después, no habían pasado más que una anciana vestida de luto apoyándose en un bastón, con paso lento, que o bien no me vio, o bien no le desperté ningún interés; y un rebaño de ovejas que detrás de su pastor fue pasando al compás de las esquilas y un olor acre.

Aún recuerdo cómo quedó la calle en silencio adormeciéndose con el cada vez más lejano tintineo de las esquilas del rebaño. En su superficie los charcos dejaron volar mi imaginación por un mundo de viajes a través de aquellos mares pequeños, recalando las pajas que simulaban a barcos, en angostas ensenadas, o fondeando en bahías amplias de color cenagoso, mientras que otras, arrastradas con lentitud por corrientes provocadas por las pezuñas de las ovejas, pasaban de un mar a otro demorándose en ríos estrechos incapaces de aumentar la velocidad de su corriente conforme se iban nivelando los trasvases de agua entre unas y otras cuencas, hasta que de vez en cuando, el paso de algún caballo arrastrando su carro, unas veces vacío, u otras cargado, provocaba una tormenta de espumas, corrientes y remolinos en el agua que simulaban un mundo de caos y confusión divertido, sobre todo para romper el aburrimiento que se estaba adueñando de aquella mañana después de mi primera indecisión.

Las campanadas en el reloj de la torre me devolvieron a la realidad, conté once. Eran las once de la mañana, hasta ese momento no empezó claramente a hacerse una luz en mi cerebro acuciantemente, que me destellaba con insistencia preguntándome acerca de una respuesta a una cuestión, la solución pasaba por dos contestaciones: una mentira bien urdida, o la verdad.

Cuando toda la marea de gritos y carreras alocadas volvía a pasar con alegría de vuelta hacia sus casas, disimulé incorporándome a la misma corriente cuidando de no hablar con nadie hasta llegar a mi casa en la que la mentira a las preguntas surtió efecto de momento.

A la tarde mi madre me acompañó a la escuela para asegurarse de que llegaba y el maestro colocando una mano en mi hombro, a la vez que me miraba desde la altura de sus lentes extraordinariamente limpias, me invitaba a pasar al aula, diciéndome sin hablar, con una mirada, que allí no se comían a nadie y que la promesa del conocimiento de lejanos mares, estrellas y resplandecientes soles, sólo la encontraría en aquel lugar, en el estudio y el aprendizaje quedía a día me ayudarían a hacerme hombre.

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